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lunes, 30 de noviembre de 2009

domingo, 22 de noviembre de 2009

Para reflexionar... acerca de las apariencias















lunes, 2 de noviembre de 2009

Felipe va a la escuela

miércoles, 28 de octubre de 2009

Acerca de la comunicación en el aula


Extracto del Módulo 1 del curso “Comunicación, sociedad y educación”, Educ.ar. Ministerio de Educación de la Nación Argentina.



La comunicación es una condición básica de la vida humana y del mundo social. Todas las actividades humanas están atravesadas por la comunicación. Sin embargo, como señala el investigador Daniel Prieto Castillo, ninguna profesión está tan impregnada de comunicación como la de los educadores.

Los educadores somos seres de comunicación (...) Nada más delicado que la trama de la comunicación. Influyen en ella las variaciones del contexto, la vida cotidiana, las actitudes a la defensiva, la esgrima verbal para enfrentar a un contrincante que viene a herirnos con sus palabras, las miradas, los gestos. Todos lo que nos sucede en las diarias relaciones va a dar a esa delicada trama de lo comunicacional. Y cuentan también las situaciones en las cuales reina una comunicación diferente y quienes les dan sentido, aprendices y maestros viven la alegría del encuentro, gozan la mirada y el gesto, la construcción de la palabra y la preciosa sensación de ir creciendo juntos en el discurso y en las prácticas de aprendizaje”.


Daniel Prieto Castillo

La comunicación en educación

Buenos Aires, Stella-La Crujía, 2005.



Si bien no se pude reducir la complejidad del proceso educativo a lo comunicativo, es claro que la mayoría de las actividades docentes son actos de comunicación: explicar, exponer, leer, transmitir, escuchar, conversar, escribir notas, correcciones, comunicaciones, apuntes, leer textos bibliográficos, textos producidos por alumnos, directivos y colegas, formular instrucciones, corregir, etcétera.

En estas actividades, como en toda comunicación, además de trasmitirse significados se establecen y se construyen las relaciones entre maestros y alumnos, maestros y colegas, maestros y directivos, maestros y padres. Cada uno de estos participantes de la comunidad escolar “dice” quién es durante estas interacciones.

En el citado libro La comunicación en la educación, Prieto Castillo hace una lista de interacciones comunicativas negativas en el aula, en un parágrafo titulado “Comunicación como sufrimiento”.
El enfoque de este autor tiende a señalar estos casos como problemas. En realidad, un análisis profundo de lo comunicativo –y que no se base en la postulación de la posibilidad de una comunicación ideal– permitiría advertir que son lugares que -en forma menos extrema- todos los docentes tomamos y combinamos en alguna medida.

o Comunicación en función de ataque y defensa. Tengo permanente desconfianza ante el enemigo; cálculo de cada palabra y de cada mirada, emboscadas, embates, inesperados.


o Relación definida en función del traspaso de contenidos. Palabra sobre palabra y repetición incesante de las ya dichas. Empecinamiento en reflejar lo que de todas maneras el docente refleja (...) Comunicación exangüe desde un comienzo, carente de entusiasmo y del vértigo de la diferencia.


o El populismo pedagógico. Somos todos amigos, vean qué democrático es este profesor, nos podemos reír, hacemos bromas sobre la cara de alguien (...) nos divertimos muchísimo pero no aprendemos nada. (...) Comunicación perversa esta, ilusión de compañerismo, juego de simulaciones sin que los niños o los jóvenes lo sepan.


o El showman, el hombre-docente espectáculo. El aula se vuelve un espacio escénico con golpes de efecto, monólogos, ademanes (...) Comunicación ligada a la capacidad de impactar (...) Lo importante para este educador es ser el centro, los demás no cuentan.


o El docente de personalidad panóptica, el que ve de todos lados, controla, grita, amenaza, infunde miedo, persigue (...) Comunicación para la violencia. El aula como ambiente de terror.


o La tecnología salvadora. Todo pasa por el retroproyector o por los programas de video o por alguna grabación de audio. Con el retroproyector esto es tendencialmente fatal: en la pantalla o en la pared aparece la proyección de una página leída línea a línea.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Una vieja matriz de aprendizaje...


"Porque lo dijo yo"

Diana Baccaro


¿Quién no recuerda algún buen cachezato que recibió de chico? El escritor Juan Sasturain contó hace poco que la única literal paliza que le dio su viejo antes de los 10 años fue por "afanar plata para comprar figuritas. Debe haber sido en el 54, porque jugaban Colman y Otero en Boca". No aclaró si el castigo sirvió entonces para dejar de tocar monedas ajenas, pero la pasión por juntar figuritas siguió intacta durante toda su infancia. Hacer buen uso de la autoridad es tal vez el mayor desafío de los padres. Según la Real Academia Española, es el "crédito y fe que, por su mérito o fama, se da a una persona". Para ejercer el arte de mandar, entonces, la cualidad esencial es el prestigio, que se gana cuando somos coherentes entre lo que hacemos y lo que ordenamos. Y cuando pedimos disculpas si nos equivocamos.





Los padres aún usan el "chirlo" para disciplinar a los chicos


Para el 68%, un sopapo a tiempo vale más que mil palabras






Los que hoy tienen 50 o 60 años recordarán los colegios de curas en los que mandaban a los alumnos a arrodillarse sobre granos de maíz para enderezarlos. Y recordarán que hubo épocas en las que darle vuelta la cara de un sopapo a un hijo si se portaba mal era inseparable del concepto de disciplina. Hoy, sin embargo, la frase "un chirlo a tiempo puede más que mil palabras" no tiene tanto olor a viejo. Un estudio entre padres que llevaron a sus hijos al hospital Gutiérrez indicó que el 68% todavía usa el chirlo como método de disciplina.

En 2007, un grupo de pediatras del Gutiérrez hizo 475 encuestas a padres de chicos de entre 1 y 5 años. No sólo encontraron que la mayoría entendía al "castigo físico" como sinónimo de disciplina sino que muchos repiten su historia: el 41% de los padres también había sido criado a los golpes. Un trabajo similar en Estados Unidos indicó que 9 de cada 10 padres "nalguea" a sus hijos por lo que la Academia Americana de Pediatría salió a decir que "se opone firmemente" a pegar para educar y redactó una guía para reemplazar el cachetazo, el pellizcón y el tirón de pelos por otros métodos sin castigo físico. Pero ¿es o no es efectivo el famoso "chirlo a tiempo"?

"A los chicos no se los puede entrenar como a los perros, pegándoles con el diario. Cuando se les pega por lo general dejan de portarse mal y la sensación es que es el chirlo fue efectivo, pero en verdad el chico deja de hacerlo por miedo a que vuelvan a pegarle, no porque haya entendido qué estaba bien y qué estaba mal", dice Fernando Zingman, pediatra de la Sociedad Argentina de Pediatría. "Cuando se da un chirlo o se lo amenaza sin explicaciones, lo que se logra es que haga eso prohibido a escondidas y con más riesgos. Por ejemplo, si se le enseña a cruzar la calle, se le puede decir que si cruza mal se puede lastimar y no 'si cruzas solo te mato'. Mientras lo vigilen no va a cruzar pero el día en que esté solo va a correr a la calle".

Gabriela Giaccaglia, ex jefa de residentes del Gutiérrez y a cargo del estudio, opina: "Cuando el padre llega al chirlo es porque falló en las formas anteriores de poner límites. El chico que se va dormir a cualquier hora, que no quiere bañarse o cenar porque está mirando televisión, a la larga es inmanejable. Y es ahí que viene el chirlo".


Como no existe el manual del buen padre, la mayoría sólo hace lo que le hicieron sin margen de discusión. De hecho, la encuesta indicó que el 40% de los padres no habla con nadie de los métodos que usa. "Muchos padres fueron criados así y reproducen el modelo, pero el golpe no sólo no enseña sino que los lleva a mentir por miedo al castigo", dice Giaccaglia.


En la Asociación Americana de Pediatría aconsejan a los padres que "si dan una nalgada a un hijo después le expliquen con calma por qué lo hicieron". En su guía advierten que "un bebé de menos de 18 meses no entiende la conexión entre el chirlo y el mal comportamiento" y que los chicos que son disciplinados a los golpes son más agresivos en el colegio. Laura Cohen Arazi, coautora del trabajo, agrega: "Es difícil poner el corte. ¿Cómo sabemos que empieza con un chirlo porque lo sacó de quicio y no termina en maltrato?" Es que no es sólo el cachetazo: "Cuando al chico le decís 'si volvés a hacer eso mamá no te va querer más', para ese chico es una amenaza devastadora: implica que lo pueden dejar de querer por algo. Hay padres que no pegan pero les dicen 'sos un boludo' cuando hacen una macana y eso es tan fuerte como un golpe", dice Zingman.

Aunque parezca que el castigo físico encarrila, puede dejar secuelas en el plano psicológico: "Puede tener dificultades para relacionarse: reaccionar violentamente o no saber defenderse porque se le enseñó a crecer como víctima. Puede dañar su autoestima y la comunicación con sus padres porque ese chico aprendió a mentir para evitar el castigo", enumera Giaccaglia.


Los expertos piden a los padres no confundir: un padre que da un sopapo no es sinónimo de un padre que está poniendo límites.



Opinión
San Agustín concebía al niño como un ser imperfecto y maligno que necesitaba ser educado. De tal forma, era preciso enderezar lo que estaba torcido y mal formado.

Tal vez estos criterios que se instalaron en las sociedades junto a los atributos que le confería al "pater familia" el derecho romano, han sido la apoyatura que mantuvo a través de los siglos el castigo correctivo en la crianza de la niñez.

El avance de la civilización y la incorporación de los derechos de los niños, lentamente modificaron las modalidades empleadas por los padres en la educación de los hijos. No obstante permanece vigente el poder del castigo para instalar la obediencia que los niños deben dispensar a los adultos. De esta forma aprenden a incorporar el valor del golpe y la coerción para reivindicar los supuestos derechos que los asisten.

¿Es así como pretendemos erradicar los actos violentos ejercidos por niños y jóvenes para resolver conflictos? Debemos reflexionar sobre cuán poco confiamos los adultos en el valor de la palabra a la hora de educar y reclamar justicia.


Norberto Garrote

Jefe de Violencia Familiar, Hospital Pedro de Elizalde


martes, 23 de junio de 2009

Hablando sobre las familias en la actualidad



Viviana Taylor




¿Qué sucedió durante los últimos cuarenta años en el plano más íntimo de los comportamientos familiares? En el nivel manifiesto, se verifican los siguientes hechos:
disminución del número de primeros matrimonios y de matrimonios reincidentes;
aumento de la cohabitación de prueba y permanente;
aumento de los divorcios y separaciones;
aumento de las familias monoparentales con una mujer como cabeza de hogar y de las familias ensambladas;
disminución del número de nacimientos;
aumento del número de nacimientos extramatrimoniales;
aumento de la participación permanente de las cónyuges en el mercado de trabajo y por lo tanto, aumento de las parejas en las que ambos tienen una actividad profesional.

En estos comportamientos manifiestos subyacen cambios latentes, de sentido más profundo, que definen lo que ha dado en denominarse familia postmoderna.
En primer lugar, podríamos decir que los individuos experimentan de manera diferente su creencia en la autonomía, rechazando el cumplimiento de los roles tradicionales de esposo/a y padre/madre. En esta línea de reflexión, se piensa que hay formas de realización personal que no pasan por “tener hijos” (aunque se los siga teniendo, pero en número cada vez más reducido).
En segundo lugar, si bien el amor romántico continúa siendo dominante en la elección del cónyuge, ya no se percibe a la familia como la realización de un “nosotros”, sino como la realización de “uno mismo”.
Tercero, el matrimonio ya no es una institución que, a la vez, marca el comienzo de la vida en común y protege a la familia a todo lo largo de su devenir.
Cuarto, la estabilidad de la unión conyugal ha cambiado de sentido respecto de otras épocas: la disolución del vínculo no es ahora involuntaria (por la muerte del cónyuge), sino que son los propios actores quienes la deciden voluntariamente (por divorcio o separación).
Y finalmente, puesto que ha cambiado la definición del rol asignado con respecto a la participación laboral y al sustento de la familia, los hombres están menos compelidos a ser el principal proveedor de recursos; y las mujeres ven disminuir sensiblemente su dependencia objetiva como consecuencia de su mayor escolarización y de su mejor inserción laboral.

Estos cambios guardan entre sí una gran coherencia: todos remiten a una demanda, explícita o implícita, de autonomía personal, de valoración del ámbito privado, de desvalorización de los lazos de dependencia respecto de las instituciones y las personas. Lo que ahora se espera de la familia es que debe ayudar a los miembros a construirse como personas autónomas. Los actores poseen un mayor control de su destino individual y familiar, en razón de nuevos valores que aprueban esa autonomía e inducen cambios en el derecho de familia, el sistema tributario, en las políticas sociales.
Paralelamente, ciertas condiciones objetivas facilitan ese control: es el caso del progreso en la tecnología anticonceptiva signado por la aparición de métodos altamente eficaces de manipulación femenina.

El efecto de estos cambios sobre la familia ha sido contundente. Así, desde los años 70 existen dos registros de vulnerabilidad familiar.
El primero deriva del hecho de que el avance de un orden interno contractual (es decir, el avance de una asociación entre sus miembros liberada de tutelas institucionales y basada en relaciones igualitarias) debilita la estabilidad familiar, en tanto ésta sólo depende ahora de autorregulaciones: la mayor inestabilidad es la contrapartida de la mayor democracia interna.
El segundo deriva del hecho de que aquellas familias que por su estatuto social y su precariedad económica son más proclives a perder los beneficios de la seguridad social, son también más proclives a la ruptura: la mayor inestabilidad es la contrapartida de la falta de protecciones colectivas, lo que a su vez refuerza el proceso de pauperización de quienes ya eran vulnerables antes de la ruptura.

Grandes cambios espaciales entre siglos XX y XXI


Y algunos de sus impactos sobre las formas de socialización




Viviana Taylor


El primer gran cambio espacial del Siglo XX está representado por la expansión urbana, cuyo ritmo más acelerado se verificó en los llamados países del Tercer Mundo. Si bien una de las características más evidentes corresponde a la concentración de la población, es aún mayor el aumento de la superficie ocupada por ciudades, que crece en forma continua. Baste recordar que nuestra tasa de urbanización actual es del 85% y se espera que llegue al 88% hacia el 2025.
Esta expansión, al alterar su forma, cambió la noción de ciudad, como consecuencia de la continuidad de la trama urbana que no permite reconocer límites claramente definidos entre una y otra. Es el caso, en nuestro país, de los grandes conurbanos (Bonaerense, de La Plata, de Rosario) en los que la ciudad eje y sus ciudades satélites pasan a formar un único conglomerado urbano, con características propias y distintivas.


El segundo cambio está representado por la expansión de los medios de circulación, comunicación e información. Si bien la expansión de los medios de circulación ha hecho que hoy las personas podamos trasladarnos de un lugar a otro como hace un siglo era impensable, estos desplazamientos son cada vez menos necesarios. La responsabilidad hay que achacársela a los medios de comunicación que han creado condiciones de instantaneidad tales que han vuelto muchos de estos traslados perfectamente inútiles. Ya hace años que existen empresas para las que una simple oficina de coordinación es suficiente, y una cantidad creciente de instituciones educativas que canalizan buena parte de sus tareas a través del aula virtual, internet o el correo electrónico.
Frecuentemente se ha comparado la revolución de las tecnologías digitales con la aparición de la imprenta. Desde Aristóteles, Sócrates y Platón hasta hoy, el cambio principal fue la palabra impresa: la escritura, el libro, la conferencia, el debate. La imprenta de Gütenberg, que transformó a mediados del siglo XV la técnica de reproducción de textos y de producción de libros aunque sin modificar sus estructuras esenciales, cambió nuestra capacidad para mover información y conocimiento a través del tiempo y el espacio.
Es evidente que en la actualidad nos encontramos frente a una revolución mayor. Las tecnologías de la información y la comunicación no sólo presentan un nuevo salto en la forma en que podemos mover y compartir la información y el conocimiento. Con la pantalla el cambio fue radical, ya que son los modos de organización, de estructuración y de consulta de lo escrito los que se han modificado.
La revolución del texto electrónico fue, en principio, una revolución de la lectura: se lee linealmente pero también en profundidad, hacia dentro. Dio lugar a nuevas maneras de leer y nuevos usos de lo escrito para los que se requieren nuevas técnicas intelectuales. El texto electrónico permite al lector anotarlo, copiarlo, desmembrarlo, reordenarlo; convertirse en un original coautor. También le permite anular distancias y acceder a prácticamente cualquier libro en cualquier lugar. Algo así como la realización del sueño de la propia Biblioteca de Alejandría, y en casa.
A esta revolución de la lectura se le ha sumado, además, una nueva revolución: la de producción de materiales. Hoy no se requieren competencias específicamente desarrolladas ni complejas para ser el productor de una página electrónica, en la que se pongan a disposición pública los contenidos producidos por uno mismo, o aquellos producidos por otros con los que uno se identifica o sobre los que tiene algo que decir, o simplemente desea mostrar.
Pero estas revoluciones son hijas de la verdadera revolución, la más importante, que consistió en la alianza entre las tecnologías de la información y las de la comunicación: las redes web, las comunicaciones y teléfonos celulares, los dispositivos de almacenaje, el correo electrónico, por separado no son tan potentes como juntos. Uniéndolos, se configura un nuevo territorio en el cual se desarrollan nuevas actividades o viejas actividades de otro modo; un territorio electrónico en el cual se produce y almacena información, se la comparte y modifica, y pueden edificarse organizaciones como una escuela virtual o una comunidad virtual que se ocupe de cuestiones relativas a la salud, a la asistencia, ambientales, educativas o de seguridad. Esto sólo es posible cuando se tiene a la tecnología de la información y de la comunicación actuando juntas. Y se produce un espacio electrónico que se suma a los demás existentes y es tan real como el espacio físico.

Son, precisamente, estas tecnologías las que les otorgan el soporte necesario a múltiples comunidades para que se desarrollen. En este caso, cuando hablamos de comunidades, no sólo las pensamos en un espacio físico, sino primordialmente como un grupo de personas que encuentran algo en común, sea que se encuentren en un espacio físico, diseminadas por la ciudad, o por el mundo. Se trata de redes sociales y comunidades de interés, a las que ya me referiré con más detalle al hablar de los fenómenos de deslocalización. La revolución tecnológica consiste, propiamente, en la forma en que estas personas utilizan la tecnología de la información y de la comunicación para reunirse, intercambiar y hacer cosas juntos.

Esta revolución nos obliga a reflexionar acerca de sus efectos sobre la definición del espacio público. Así como puede acercar comunidades separadas y desvinculadas, y puede hacer realidad el sueño de la Ilustración, también puede dejar fuera de la participación a vastos sectores de la población para los que la tecnología sólo es el inaccesible juguete de los otros.
En efecto, la tecnología puede reproducir la lógica de la exclusión -la exclusión digital- pero también puede ser utilizada para disminuirla. La incorporación de esta herramienta puede ayudar a recrear la solidaridad, a fortalecer vínculos sociales e inaugurar nuevas formas de ciudadanía, o al menos a ejercer las que existen.

Argentina, como muchos otros países, invirtió grandes cantidades de dinero público para construir telecentros comunitarios, un lugar al que puede ir la comunidad y aprender algunos conocimientos prácticos. Pero la mayoría fueron un fracaso, y no pudieron sostenerse. Y aún allí donde sí funcionaron, no se aprendieron las lecciones para poder llevarlas a otro lado.
Las razones debemos buscarla, por un lado, en que la idea fue mal planeada. Faltó una estrategia que consistiera no sólo en montar un telecentro, sino que partiera de cómo lo usamos para desarrollar los conocimientos y el aprendizaje de una comunidad, y no sólo de un individuo.
Paradójicamente, en esas mismas localidades funcionan cafés con internet -los ya conocidos cibercafés- que no sólo funcionan mejor, sino que en general son usados por los jóvenes. Claro que los usan para cargar información en sus redes sociales (como Facebook) o imágenes en su fotolog, jugar en línea, mandar e-mails y chatear, más como entretenimiento que como educación.
Hoy el desafío es abrir telecentros que hagan pensar en la comunidad; que la comunidad entienda que las computadoras no sólo sirven para almacenar y recuperar información, sino que crean un espacio virtual que permite hacer cosas juntos: por ejemplo, mejorar su salud, sus escuelas, sus servicios públicos. Que sirvan de fomento para la formación de redes sociales en las que personas y pequeñas comunidades se escuchen unas a otras e intercambian sus experiencias. Esto es, tratar problemas y desarrollar identidades democráticas más robustecidas.


Un tercer cambio se introdujo a partir de la llamada conquista del espacio, que ha perdido sus connotaciones románticas para volverse práctica. En la era de la rentabilidad, la aventura hubiese resultado demasiado costosa si no hubiese permitido la explotación del espacio como prolongación de la puesta en red del planeta, a través del lanzamiento a órbita de satélites para la comunicación y la observación.


Según el antropólogo Marc Augé[1] estos cambios en la disposición del espacio que se han venido sucediendo desde el siglo XX tienden a lo que denomina deslocalización. Por deslocalización debemos entender cierto fenómeno en el que la tradicional asociación de los conceptos de espacio físico y lugar se ha roto, dando lugar a la consideración de ciertos espacios como no lugares. Así, junto con su concepto de deslocalización, introduce el de los no lugares para caracterizar algunos de los nuevos espacios contemporáneos que no portan ninguna marca de identidad, no constituyen ninguna sociabilidad, ni son portadores de ninguna historia, por lo que son zonas de anonimato y de soledad. Es el caso de los supermercados, las autopistas, los aeropuertos. Aunque también incluye bajo esta denominación a todas las redes que transmiten instantáneamente la imagen, la voz y los mensajes de un lado a otro de la Tierra, podríamos decir, siguiendo su razonamiento, que en este caso sí constituyen lugares, aunque sin el soporte del espacio físico para el encuentro. Podríamos hablar, más precisamente, de lugares virtuales. Las salas de chateo, donde se reúnen habitualmente las mismas personas, que se reconocen y han entablado una relación cargada de afectividad son un buen ejemplo; así como los foros de discusión, los grupos de interés y las redes sociales, el aula virtual...

El sociólogo Alain Touraine[2], por su parte, afirma que en realidad vivimos entre dos mundos. Uno, el de una economía global mundializada, caracterizada por los rasgos que hemos expuesto. Y frente a él otro mundo, en el que buscamos identidades que se vuelven cada vez más defensivas.
Al tratar de protegernos de las amenazas de la globalización, que nos vuelve anónimos y aislados, terminamos aferrándonos a cualquier grupo que nos permita un sentimiento de pertenencia, sea étnico, religioso, sexual, etáreo, o barrial.
En Argentina, donde tradicionalmente los grupos se integraban a la sociedad total, este es un fenómeno relativamente nuevo, pero cuyo nacimiento no podemos ignorar. Quizás sea el único modo de entender el afloramiento de ciertos grupos violentos, la aparición de formas activas de segregación y discriminación, de las tribus adolescentes con características bien diferenciadas las unas de las otras y hasta con nombre propio.
La conclusión de Touraine ante esta advertencia, es que se vuelve imprescindible un esfuerzo de rearticulación de una economía social y una política cultural.

[1] Augé, Marc. Los Espacios del Futuro. Edición 50° Aniversario del Diario Clarín. 1.995.
[2] Touraine, Alain. Argentina en el Tercer Milenio. Ed. Planeta. 1.997

Cambios en el panorama demográfico argentino


Viviana Taylor


El ritmo de crecimiento de la población argentina fue relativamente lento durante la segunda mitad del siglo pasado en comparación con el resto de América Latina, y se espera que siga desacelerándose en el futuro. Para ilustrar esta afirmación recordemos que los 17 millones de habitantes de 1.950 se transformaron en 34 en 1.995, y las especulaciones más optimistas sostienen que llegarán a 46 y 53 en el 2025 y el 2050 respectivamente.
¿A qué se debe esta lentitud en el aumento de la población? La tasa de natalidad viene descendiendo ininterrumpidamente y se espera que se estabilice alrededor del 13-14 por mil alrededor de mediados de este siglo. Esto significa que el promedio de hijos será de 2 niños por mujer (el estricto número para asegurar el reemplazo intergeneracional) si adherimos a la hipótesis más optimista, ya que por debajo de este nivel se agudizaría el proceso de envejecimiento de la población, que también se verá incrementado por el decrecimiento de la tasa de mortalidad.
El segundo factor que incide en los cambios demográficos lo constituye justamente este decrecimiento de la tasa de mortalidad, lo que hará que la esperanza de vida al nacimiento sea de 80 años a mediados de siglo.
El envejecimiento demográfico (aumento de la proporción de la población de 60 años o más) es la lógica consecuencia de las dos tendencias que acabamos de señalar, lo que plantea desafíos que no se refieren sólo a los sistemas de previsión social, sino a la infraestructura educativa, sanitaria, habitacional, recreativa y hasta a la estructura de las ciudades, sus medios de transporte y de comunicación.

Entre los varones jóvenes (15-24 años) al parecer seguirá reduciéndose la tasa de actividad y se espera que se prolongue la escolaridad. De hecho, en casi todos los países se está extendiendo la escolaridad obligatoria, y en el caso particular de nuestra provincia de Buenos Aires una de las preocupaciones gira en torno de la posibilidad de garantizar el acceso de todos al nivel secundario.
Opuesta a esta tendencia, la participación de las mujeres aumentará hasta concentrar el 49% de los puestos de trabajo (hoy el 41%).

Otro aspecto a tener en cuenta es la distribución de la población en hogares y familias. Puede esperarse que en las próximas tres décadas aumenten notablemente las personas que viven solas, se incrementen los hogares con una mujer como cabeza de familia y se acrecienten los hogares no familiares. Consecuentemente, disminuirán los hogares familiares, así como también su tamaño medio.

Identidades radicalizadas y ciudadanía



Viviana Taylor




La sociedad argentina, como todas las sociedades contemporáneas, ha sufrido una crisis aguda de las identidades, de las maneras como sus ciudadanos se imaginaban dentro de colectivos.
Modernamente, las opciones eran variadas e inclusive podían superponerse: uno era ciudadano, pero a la vez trabajador/a, joven, hombre/mujer, universitario/a, peronista, practicante de alguna religión, gordo/a e hincha de un club. Muchas veces, todo eso junto. Pero hoy asistimos a un mundo en el que el mundo del trabajo se dedica a expulsar, ser joven es delito, el género permite migraciones, no se puede ser universitario porque no alcanza el dinero o no vale la pena, ser peronista significa un estallido de significaciones o la traición menemista, ser gordo es un estigma, la propia noción de ciudadanía ha entrado en crisis, y las grandes tradiciones de inclusión ciudadana se convierten en las duras políticas de exclusión social.
Parecen quedar pocas posibilidades. Apenas ser hincha de algún equipo de fútbol, o participar de una tribu[1]. En menor medida, quizás, participar de alguna fe religiosa. Es fácil, y permiten tener una gran cantidad de compañeros que no preguntan de dónde viene uno.

El problema frente al que nos encontramos es doble:
Por un lado, que estas identidades no son ni pueden ser políticas y entonces implican que la discusión por la inclusión y la ciudadanía se diluye en esta ciudadanía menor, confortable y mentirosa.
El otro, mucho más grave, es que estas identidades son radicales: existen sólo frente a otra identidad que le sirva de oposición. Y cuando la identidad queda tan solitaria, sin otra opción que ella misma para afirmarse como sujeto social, el otro se transforma en un absolutamente otro, y el deslizamiento a la consideración del otro como rival y como enemigo es inevitable. De ahí el “no existís”. No existís que es el grito de guerra que acompaña al “aguante fulano”.

Negar la existencia del otro, lejos del contacto tolerante de la sociedad democrática, implica aceptar que el otro, simplemente, puede desaparecer, puede ser suprimido. O lo que es peor, que debe ser suprimido.


[1] Una tribu adolescente es un colectivo de adolescentes que asumen como marcas de identidad un lenguaje, una vestimenta, unas formas de arte, esto es, sobre todo una postura estética, que les permite identificarse como pertenecientes a la misma a la vez que los diferencia del resto.

La cultura del aguante


Una ética, una estética, un lenguaje



Viviana Taylor




Comencemos con algunos números. En nuestra provincia de Buenos Aires, las estadísticas señalan que la mitad de las muertes jóvenes son debidas a “causas externas” (accidentes, suicidios y homicidios). Por sólo tomar un año como ejemplo, en 2003 hubo 2.608 casos, sobre un total nacional de 5.720. De estos, 8 de cada 10 fueron varones.
Viendo estos números no es difícil encontrar una relación con la afirmación de Daniel Vázquez, presidente de la Cámara de Empresarios de Discotecas de Buenos Aires[1]: “Hay más peleas entre los 16 y 17 años que entre los de 25. En las matinés hay el doble de empleados de seguridad que en los horarios de grandes.”
Una experiencia similar a la que se vive en numerosas escuelas: “Los problemas de violencia son una constante. Lo que más nos preocupa en este momento son las riñas callejeras en el conurbano. Son peleas muy fuertes entre bandas que terminan con la muerte de algún alumno. Cada 15 días muere un chico por ajusticiamiento” cuenta la licenciada Lilian Armentano, vicedirectora de una escuela primaria de la provincia de Buenos Aires[2]. Y continúa: “También están creciendo las peleas entre mujeres. En la violencia física ya no hay, como antes, diferenciación de sexo. Y las chicas cuando agreden despliegan una violencia mayor que la de los varones.”
A pesar de que han transcurrido unos años desde estos datos y estas afirmaciones, la situación no sólo no ha mejorado, sino que parecería haberse agravado.

Los adolescentes están violentos porque están angustiados. Se sienten abandonados, no tienen garantías de educación, de salud, de vivienda, ni de justicia. Y un ser humano sin proyectos y sin futuro, se vuelve primitivo.
Una forma de comenzar a entender el fenómeno podría ser partir de la definición de un concepto omnipresente en el lenguaje adolescente: el aguante.
El aguante es un término aparecido a comienzos de los 80. Etimológicamente, la explicación es simple: aguantar remite a ser soporte, a apoyar, a ser solidario. De allí que, como cuenta Alabarces[3], aparezca inicialmente en el lenguaje del mundo futbolístico, específicamente de los barras bravas, como hacer el aguante: esa expresión que denomina el apoyo que grupos periféricos o hinchadas amigas brindan en enfrentamientos pacíficos. Y así como en la cultura futbolística se fue cargando de significados muy duros, decididamente vinculados con la puesta en acción del cuerpo, pasó con esa misma significación al lenguaje adolescente: aguantar es poner el cuerpo, básicamente, en violencia física.
Según una versión más amplia en el uso del concepto, el cuerpo puede ponerse de muchas maneras. Pero lo común en todos los casos, es que el cuerpo aparece como protagonista: no se aguanta si no aparece el cuerpo soportando un daño, sean golpes, heridas, o más simplemente condiciones agresivas contra los sentidos –afonías, resfríos, insolaciones-.

De esta manera, el aguante pasa a transformarse en un lenguaje, una estética y una ética.
· Es un lenguaje que se estructura a través de una serie de metáforas.
· Es una estética porque se piensa como una forma de belleza, como una estética plebeya basada en un tipo de cuerpos radicalmente distintos a los hegemónicos y aceptados. Una estética que tiene mucho también de carnavalesco: en el ámbito futbolístico, en el despliegue de disfraces, pinturas, banderas y fuegos artificiales. Fuera de las canchas: en los tatuajes y piercings.
· Y es una ética porque el aguante es ante todo una categoría moral, una forma de entender el mundo, de dividirlo en amigos y enemigos cuya diferencia siempre se salda violentamente, pudiendo llegarse a la muerte. Una ética donde la violencia no está penada, sino recomendada.

Así, el aguante se transforma en una forma de nombrar el código de honor que organiza el colectivo. Defensa del honor que implica, como en las culturas más antiguas, el combate, el duelo, la venganza. Y puesto que el aguante no puede ser individual, sino que es colectivo, se trata de una forma de orientación hacia el otro: precisa de un otro, se exhibe frente al otro, se compite con el otro para ver quién tiene más aguante.

Una característica novedosa es que las mujeres también pueden aguantar, pero bajo la condición de que formen parte del colectivo. En consecuencia, las chicas del aguante hablan una lengua masculina, especialmente evidente cuando insultan[4]. Esto se debe a que la ética del aguante parte de un mundo organizado de manera polar: los machos y los no-machos. Los no-machos son aquellos que no son adultos (y a la adultez se ingresa por “tener aguante”) o son homosexuales. Es un orden de una homofobia absoluta, con la organización de una retórica donde la humillación del otro consiste, básicamente, en penetrarlo por vía anal. Y esto permite comprender la fuerza de unos insultos sobre otros.

La estética aguantadora es representativa de esta ética, ya que testimonia el tipo de masculinidad que se acepta como legítima, y por ello exige que los cuerpos ostenten marcas. En este sentido la memoria de las peleas es tan importante como las peleas mismas, y su relato debe sostenerse con la marca como prueba indiscutible, aquello que no puede ser refutado porque está inscripto en el propio cuerpo. Los tatuajes y piercings abonan en este mismo sentido.
El consumo de alcohol y drogas también tiene carácter expresivo. Lejos de un uso anormal e irracional, el consumo de sustancias alteradoras de conciencia –el efecto que une al alcohol y la droga- tiene una racionalidad: se defiende porque significa resistir, marcar una diferencia con el mundo careta, es decir, el mundo de la formalidad burguesa, a la que no se piensa en términos políticos ni estrictamente económicos, sino vagamente culturales.
Así como las marcas del cuerpo, el límite en el consumo también diferencia al hombre del no-hombre; a la vez que diferencia de los que no usan drogas, de los chetos o caretas. Como se sostiene que el cuerpo masculino se caracteriza por su resistencia, para ser considerados hombres deben soportar el uso y abuso de aquellas sustancias que alteran los estados de conciencia. Quienes se emborrachan bebiendo unos pocos tragos son considerados flojos y se distinguen de los hombres verdaderos, aquellos sujetos duros cuya capacidad para beber grandes cantidades de bebidas alcohólicas les permite ser considerados como hombres. Ser hombre refiere a consumir sin arruinarse. Las adicciones funcionan como signo de prestigio porque ubican al adicto en un mundo masculino.
Estas interpretaciones se conjugan con la visión del dolor: la exhibición del dolor implicaría que el cuerpo no resiste. Al probar su fortaleza y tolerancia al dolor prueban su masculinidad. Este es el punto que permite la articulación a través de la ética del aguante del mundo de los barras bravas, el rock, la cumbia villera. Una ética que diseña un orden de cosas doblemente polar: masculino, de un machismo desbordante; y popular en el sentido de anticheto. Ser villero deja de significar el estigma, la marginación, y se vuelve pura positividad. Porque ser villero, en este paradigma, es sucesivamente tener más aguante, no ser cheto, y ser más macho. O todo eso junto. Y aunque se sea mujer.


[1] Fuente: diario Clarín, 11/7/2004
[2] Fuente: diario Clarín, 11/7/2004
[3] Alabarces, Pablo. Crónicas del aguante. Ediciones Capital Intelectual. 2004
[4] No deja de resultar llamativo oirlas esgrimir las mismas ofensas que los varones, en un lenguaje claramente masculino, que hace referencia a la penetración como forma de dominación y humillación: “te rompo el culo”.

Integración, vulnerabilidad y exclusión



Modos de intervención: del clientelismo a la formación



Viviana Taylor





Cuando hablamos de exclusión nos encontramos ante la expresión de un proceso que ya estaba operando desde antes que la gente basculara hacia estas posiciones extremas. Y como se trata más de un proceso que de un estado, resulta no sólo indispensable enmarcar históricamente la situación actual, sino además poner en relación lo que está ocurriendo en las situaciones de marginalidad extrema, de aislamiento social, y de pobreza absoluta con la configuración de situaciones de vulnerabilidad, de precariedad, de fragilidad que con frecuencia las precedieron y alimentaron.

Para clarificar ese análisis, vamos a partir de la distinción entre tres zonas de organización o de cohesión social:
· una zona de integración que no presenta grandes problemas de regulación social,
· una zona de vulnerabilidad que es una zona de turbulencias caracterizada por una precariedad en relación al trabajo y por una fragilidad de soportes relacionales, dos variables que muchas veces se superponen;
· una zona de exclusión, de gran marginalidad, de desafiliación, en la que se mueven los más desfavorecidos. Estos se encuentran a la vez por lo general desprovistos de recursos económicos, de soportes relacionales, y de protección social, de forma que la necesidad de ser justos con ellos no estriba únicamente en una cuestión de ingresos y de reducción de las desigualdades en los ingresos, sino que concierne también al lugar que se les procura en la estructura social.

De estas tres, es la zona de vulnerabilidad[1] la que ocupa un lugar estratégico. Se podría decir que es ella la que produce las situaciones extremas a partir de un basculamiento que se produce en sus fronteras. Cuando más se agranda esta zona de vulnerabilidad, mayor es el riesgo de ruptura que conduce a las situaciones de exclusión.
Una característica importante de la coyuntura actual es lo que Robert Castel[2] denomina la ascensión de la vulnerabilidad, insistiendo sobre el término de ascensión. Para explicar este concepto parte de la afirmación de que la precariedad en el trabajo así como determinadas formas de debilitamiento del vínculo social no representan de hecho situaciones inéditas, sino que se trata de constantes históricas que han existido durante largos períodos de tiempo: los pequeños trabajos, la alternancia de empleo e inactividad, las ocupaciones más o menos aleatorias, como las que hoy proliferan, han sido en la historia occidental el destino común de la mayoría de aquellos que ocupaban una posición de asalariados, de semiasalariados o de asalariados parciales con anterioridad a que esta condición salarial se viese modificada, es decir, con anterioridad a que se constituyese en verdadera condición a la que van vinculados garantías y derechos, y que proporciona un mínimo de seguridades sobre el futuro. Este proceso de modificación de la condición salarial ha coincidido en nuestro país con lo que hemos dado en Estado de Bienestar.
Las desigualdades, a pesar de seguir siendo muy pronunciadas, pasaron a ser pensadas a partir de un marco general de integración: todos los miembros de la sociedad pertenecían a un mismo conjunto. Y esto en razón de que grandes dispositivos transversales atravesaban la separación de clase: seguro contra los principales riesgos sociales, relativa democratización del acceso a la enseñanza, a la propiedad de la vivienda, a la cultura, al consumo... Y aunque no todo el mundo participaba de estas protecciones, la pobreza y la a-sociabilidad podían ser pensadas como residuales, de forma que cabía esperar reducir su peso si se seguían desarrollando los sistemas de protección que habían dado cobertura a la mayoría de la clase obrera.
Es justamente este optimismo el que se ha puesto en cuestión. Ya no podemos seguir considerando como a un residuo marginal a aquellos que no han tenido acceso a la integración.

Aunque en el polo del trabajo se ha producido un incremento de la desocupación, lo esencial en este proceso es su precarización. Y si razonamos no en términos de ocupados, sino de flujo, más de la mitad de estos trabajos se realiza bajo formas ajenas al contrato por tiempo indefinido, es decir, ajenas al tipo de contrato que suponía en épocas anteriores una seguridad relativa y al que se podían vincular garantías y derechos estables. De ahí la multiplicación de formas de actividades fragmentarias, de alternancias de empleo y de desempleo que, en último término, alimentan la desocupación de larga duración.
Y si bien es cierto que esta fragmentación del trabajo afecta esencialmente a los jóvenes, no habría que olvidar que nos encontramos también ante una desestabilización de los estables, ante la entrada en una situación de precariedad de una parte de aquellos que habían estado perfectamente integrados en el orden del trabajo. Un caso particular lo constituyen los trabajadores considerados de edad, que se ven descualificados y prácticamente sin empleo posible, demasiado viejos para seguir siendo rentables, demasiado jóvenes para gozar de una eventual jubilación.
Esta precarización de la relación de trabajo, en consecuencia, ha llevado a la desestructuración de los ciclos de vida, normalmente secuenciados por la sucesión de los tiempos de aprendizaje, de actividad, y del tiempo ganado y asegurado por la jubilación. Una desestructuración que ha marcado, a su vez, los modos de vida y las redes relacionales.
En consecuencia, junto con la integración por el trabajo, la que se ve amenazada es también la inserción social al margen del trabajo. La ascensión de la vulnerabilidad no es únicamente la precarización del trabajo, sino la consecuente fragilización de los soportes relacionales que aseguran la inserción en un medio en el que resulta humano vivir. Se podría mostrar que, al menos para las clases populares, existe una fuerte correlación entre una inscripción sólida en un orden estable de trabajo, al que van anexas garantías y derechos, y la estructuración de la sociabilidad a través de las condiciones del hábitat, la solidez y la importancia de las protecciones familiares, la inscripción en redes concretas de solidaridad.

Otro aspecto a tener en cuenta es que, en la medida que la protección social estaba fuertemente ligada al trabajo protegido, una desestabilización de la organización del trabajo implica socavar las raíces de las políticas sociales.
Así, la sensación contemporánea de vulnerabilidad permanece adosada al recuerdo de un mundo estable, se la vive en referencia a una certeza previa de haber estado protegido, en referencia a una estabilidad. El trabajo sumergido es pensado en relación con las definiciones del trabajo legalmente regulado y de su remuneración. La actitud de los jóvenes des-cualificados en relación con el trabajo, o su rechazo al trabajo, se construye en referencia al modelo de contrato por tiempo indefinido, que era el modelo dominante en la generación precedente. Aún más, un cierto descrédito de la escuela debe ser pensado a partir de una concepción de educación que proclamaba su capacidad para realizar una igualdad de oportunidades y que comenzaba a alcanzarla. Del mismo modo, podríamos hacer observaciones similares sobre algunos servicios públicos, el acceso a la vivienda, el ocio y la salud.
Es por esto que el tratamiento actual de la vulnerabilidad social no podría ser el mismo que el de los años 30, por ejemplo, cuando el Estado aún no había desplegado una base suficientemente sólida de protección. No equivale a partir de cero como si no existiese una memoria social, que es la memoria de la existencia de una protección que ya no está.

Veamos algunos datos que nos darán una idea de estas zonas de vulnerabilidad y exclusión, según el INDEC:
· más del 70% de los chicos nace en un hogar pobre, y casi el 40% vive en la indigencia.
· El 22% de los niños entre 5 y 14 años trabaja.
· De los adolescentes que trabajan, el 58% no asiste a la escuela.
· La tasa de mortalidad infantil del país en plena post-crisis económica fue del 18,4%o en el 2002, y del 16,3%o en el 2003. Si bien desde entonces ha ido decreciendo, no ha logrado bajar de los dos dígitos ni aún en la zona norte de la Ciudad de Buenos Aires. De estas muertes, 6 de cada 10 son evitables.
· En la Pcia de Buenos Aires, la mortalidad infantil es del 17,8%o
· En el Gran Buenos Aires, las necesidades básicas insatisfechas alcanzan al 19,3% de la población.
· En el Gran La Plata, al 13%
· El 20% de los chicos está desnutrido.
· El 50% de los bebés entre seis meses y dos años tiene anemia por deficiencia de hierro.
En la provincia de Buenos Aires, donde vive el 38% de la población del país, el 12% de los hogares son indigentes y el 49% de las personas viven bajo la línea de la pobreza (considerando no los datos al respecto de otorga el INDEC, sino la comparación entre el ingreso familiar y el costo real de la canasta básica).
En Merlo, Moreno, La Matanza y San Miguel, el 65% de los hogares son pobres, y el 20% de las familias indigentes.
El Centro de Estudios sobre Nutrición Infantil realizó en el año 2003 un estudio sobre desarrollo intelectual entre chicos muy pobres de San Miguel. El 65% estaba bajo los límites normales. De ese 65%, el 30% ya estaba en el límite de la educabilidad, lo que, según su titular Alejandro O’Donnell, inicia un ciclo de pobreza feroz: “gente con estatura significativamente inferior a la normal, con poca fuerza de trabajo, que no gana un peso, que tiene poca cultura, criará tal vez hijos casi en las mismas condiciones. Es la reiteración de un ciclo eterno de marginación y de miseria.[3]”Si bien han pasado seis años desde ese estudio, y aún cuando las condiciones sociales hubiesen mejorado radicalmente (cosa que no ha sucedido), no son situaciones rápidamente modificables.


¿Cómo trabajar para modificar este panorama? Podemos hablar de dos tipos de intervenciones sociales.

Unas operan en la zona de exclusión, de marginalidad, de desafiliación. Puesto que el problema no es únicamente una cuestión de recursos, ni incluso tampoco de desigualdades, el reto es más bien la calidad del vínculo social y el riesgo de ruptura. Las intervenciones en este espacio social afectan esencialmente a aquellos para quienes la integración por el trabajo se ha roto y cuyos soportes familiares y relacionales son gravemente deficientes. Son por lo general intervenciones que parten del deber de solidaridad que exige poner todos los medios para reinsertar a estas poblaciones, y en consecuencia aunque tienden a integrar lo hacen en una posición de subordinación. La inserción deja así de ser una etapa para convertirse en el estado de alguien que no tiene un lugar en la sociedad. Este sería el destino de muchos individuos que desde su juventud entran en los circuitos de inserción. Se trataría de individuos y de grupos que ya no encuentran un espacio en función de una organización racional de la sociedad postindustrial.
Dentro de este grupo de intervenciones se encuentran las prácticas conocidas como clientelismo político. Considerado a menudo como un fenómeno premoderno, constituye, por el contrario, una forma de satisfacer necesidades básicas entre los pobres (tanto urbanos como rurales), mediante las llamadas relaciones clientelares (entendidas como el interambio personalizado -entre masas y elites- de favores, bienes y servicios por apoyo político y votos). En consecuencia, debe ser analizado como un tipo de lazo social que puede ser dominante en algunas circunstancias y marginal en otras.
El término clientelismo ha sido usado para explicar no sólo las limitaciones de nuestra democracia, sino también las razones por las cuales los pobres seguirían a líderes autoritarios, conservadores y/o populistas. Especialistas en política latinoamericana y estudiosos de los procesos políticos en Argentina están familiarizados con las imágenes estereotipadas del “electorado clientelar cautivo” producidas sobre todo por los medios de comunicación. Estereotipo que oculta el funcionamiento del clientelismo en su dinámica más elemental, haciéndolo permanecer desconocido. El tan extendido entendimiento de esta relación basada en la subordinación política a cambio de recompensas materiales se deriva más de la imaginación y el sentido común, alimentados ambos por las descripciones simplificadoras del periodismo antes que de la investigación social.

En general, quienes obtienen un trabajo o algún favor especial por medio de la intervención del puntero no admiten que les fue requerido algo a cambio de lo que recibieron. Sin embargo, es posible detectar una asociación más sutil. A lo que el cliente suele sentirse compelido es a asistir a un acto, aunque no lo entienda como una obligación recíproca sino en términos de colaboración o gratitud. La gente que recibe cosas sabe que tiene que ir; es parte de un universo en el que los favores cotidianos implican alguna devolución como regla de juego, como algo que se da por descontado, como un mandato que existe en estado práctico.
Pero el acto debe ser comprendido como mucho más que sólo esto. Es también visto como participación espontánea, como la oportunidad para evadir lo opresivo y cansador de la vida cotidiana en la villa o el barrio. Una forma de entretenimiento en un contexto donde lo común es no tener las distracciones habituales del tiempo libre. La privación material extrema en la que la vida cotidiana se sucede, puede ayudar a entender el sentido increíblemente significativo de un viaje gratis al centro de la ciudad, no sólo en términos materiales sino simbólicos.
Para aquellos que han obtenido un trabajo municipal mediante la influencia de su referente, la asistencia a los actos es apenas un momento en el largo proceso por el cual demuestran su fe en el mediador, con lo que el acto partidario puede ser analizado como un ritual en el que se manifiestan y evalúan las intenciones de los seguidores y los mediadores. No es algo que viene a agregarse a la forma de resolver un problema, obtener un subsidio, una medicina, un paquete de comida, o un puesto público, sino que es un elemento dentro de una red de relaciones cotidianas.
En esta idea de “favor”, lo que se comunica y entiende es un rechazo a la idea de intercambio. Tanto los clientes como los punteros hablan de confianza mutua, de solidaridad, de trabajo conjunto, de una gran familia. Los patrones y sus punteros presentan su práctica política como una relación especial que ellos tienen con los pobres, como una relación de deuda y obligación, en términos de un especial cuidado que les tienen.
La verdad del clientelismo es así colectivamente reprimida, tanto por los mediadores como por los clientes, lo que implica que las prácticas clientelares no sólo tienen una doble vida (en la circulación objetiva de recursos y apoyos, y en la experiencia subjetiva de los actores), sino que también tienen una doble verdad (que está presente en la realidad misma de esta práctica política como una contradicción entre la verdad subjetiva y la realidad objetiva). Y esta contradicción no aparece como tal en la experiencia de los sujetos –clientes y punteros- porque se sostiene en un autoengaño, una negación colectiva que se inscribe en la circulación de favores y votos y en las maneras de pensar la política. Dar, hacer un favor, termina siendo así una manera de poseer.

La idea de que hay un “tiempo de política”, a pesar de que también es un fuerte sentimiento entre mucha gente de la villa y los barrios humildes, está más asociada a los sectores medios. Se trata de la creencia en que hay un “tiempo de elecciones” en el que las demandas pueden ser rápidamente satisfechas y los bienes prontamente obtenidos porque los políticos quieren conseguir votos. Esta creencia es consecuencia de que la política partidaria es percibida como una actividad extremadamente alejada de las preocupaciones cotidianas del agente, una actividad “sucia”, que aparece cuando se acercan los tiempos electorales y desaparece con las promesas incumplidas.
Se trata en realidad más que de un tiempo, de la ruptura del orden temporal, de algo que rompe con la rutina de la vida cotidiana: la política vista como una actividad discontinua, como un universo con sus propias reglas y que puede servir para mejorar la propia posición sin tomar en cuenta el bien común. Pero la percepción más extendida en los barrios más humildes es que, así como se percibe la permanente accesibilidad a los punteros, gran parte de la gente no cree que la ayuda que viene de los políticos aumente en períodos de elecciones: la asistencia es un asunto cotidiano y personalizado.
Pero, como la capacidad distributiva del puntero es limitada, ya que puede asistir sólo a una cantidad restringida de gente; y puesto que además esa capacidad depende de las buenas o malas relaciones que el puntero establezca con sus patrones, está claro que el clientelismo por sí sólo no puede garantizar resultados electorales. Sin embargo las relaciones clientelares son sumamente importantes para la política local, dado que los seguidores de los punteros son cruciales durante las elecciones internas no sólo en tanto votantes, sino también como militantes y fiscales, y porque mantienen la organización partidaria activa durante todo el año y no sólo en épocas electorales. Los clientes, en definitiva, son los actores centrales en la fortaleza organizativa y la penetración territorial.

El carácter cotidiano y duradero del clientelismo no hay que buscarlo en una supuesta cultura de la pobreza ni en los valores morales de los pobres. Antes que eso, la persistencia del clientelismo debe examinarse en un contexto de privaciones materiales extremas, de destituciones simbólicas generalizadas y de un funcionamiento estatal particularista y personalizado.
Fue la extensión de los derechos sociales al conjunto de la ciudadanía, derechos a los cuales se accede por el hecho de ser ciudadano y no por integrar una red partidaria, lo que en otro momento histórico hirió al clientelismo. La lucha contra el “intercambio de favores por votos” no debe ser una cruzada moral contra los clientes ni contra los punteros, sino una lucha por la construcción de un auténtico Estado de Bienestar.

Existe, por lo tanto, otra modalidad de intervención social, ya no desde la zona de exclusión, sino remontando la corriente hasta la zona de vulnerabilidad, en la zona de la precarización del trabajo y la fragilización de los pilares de la sociabilidad (el marco de vida, la vivienda, la economía, las relaciones de vecindad, las políticas de empleo).
Estas políticas ponen el acento en la formación. Se trata de mejorar las capacidades de la gente que se caracteriza por su baja cualificación y que por esto se encuentra en situación de inempleable. Este objetivo es muy limitado cuando al mismo tiempo la lista de las cualificaciones se eleva incesantemente en función de criterios incontrolados o discutibles, como cuando las empresas contratan a candidatos supercalificados o cuando la formación permanente funciona como una selección permanente que crea inempleables al mismo tiempo que mantiene a algunos en el empleo, o cuando la búsqueda de una flexibilidad extrema desestabiliza completamente la política de personal de una empresa. Si formación y empleo forman efectivamente una pareja, su articulación no puede ser eficaz poniendo únicamente el acento en la formación.


En consecuencia, el tratamiento social de la exclusión no puede ser únicamente el tratamiento de los excluidos. Dado que las dinámicas de exclusión están actuando antes de que se llegue a la exclusión, difícilmente se la podrá eliminar si se persiste en contemplarla bajo el exclusivo prisma de las preocupaciones relativas a la lucha contra las desigualdades, es decir la lucha por la justicia social, la igualdad de oportunidades, etc. El despliegue de políticas de inserción únicamente podría servir de pobre coartada al abandono de las verdaderas políticas de integración.



[1] Siguiendo a Robert Castel, uso el término de vulnerabilidad para designar un enfriamiento del vínculo social que precede a su ruptura. En lo que concierne al trabajo significa la precariedad en el empleo, y en el orden de la sociabilidad, una fragilidad de los soportes proporcionados por la familia y por el entorno familiar, en tanto y en cuanto dispensan lo que se podría designar como una protección próxima.
[2] Castel, Robert. De la exclusión como estado a la vulnerabilidad como proceso. Archipiélago/21
[3] Fuente: Diario Clarín, 16 de noviembre de 2003

Desde la pluralidad hacia el pluralismo



Viviana Taylor




La pluralidad es un hecho, que implica la existencia real de sujetos diferentes en las sociedades y en las instituciones que forman parte de ella. Pluralidad que está dada no sólo porque sea plural el número de individuos que las conforman, sino sobre todo porque son plurales sus identidades, intereses, las funciones que en ellas desempeñan, los lugares que ocupan, sus deseos y expectativas, aquello que reconocen como propio y con lo que se identifican.
Estos elementos son los que determinan la existencia de grupos, que se caracterizan por una relativa homogeneidad interna con un mayor o menor sentido de pertenencia, y una diferenciación respecto de otros grupos. Y es la resolución de la dinámica de estos dos polos, pertenencia-diferenciación, lo que juega en la posibilidad de convivencia.

No todos estos sub-grupos se posicionan de igual manera en el grupo total. Alguno de ellos -ya sea por su mayoría numérica, por el control de la fuerza, o por el acceso a los medios de producción, transmisión y comunicación- se encuentra en una posición de poder que lo convierte en el grupo dominante, aquel capaz de impregnar con su estilo, su identidad, y sus valores al gran grupo. Desde esta posición adquiere un cierto sentido lo que se entenderá como lo normal (aquello que es parte de la norma, lo que es aceptado y se identifica con “lo que corresponde”) y es desde donde se define lo que se entiende por lo diferente. Y cada uno de los otros sub-grupos se posicionará en el grupo total en relación con su mayor o menor semejanza con el sub-grupo de referencia, adquiriendo una caracterización de mayor o menor normalidad, mayor o menor diferencia.

Lo más común es que desde la posición hegemónica se observe al resto de los grupos como si su único rasgo fuese aquel que marca la diferencia. Así es como los otros pasan a ser los judíos, los homosexuales, los discapacitados, los gordos, los extranjeros, los villeros, los adolescentes... como si ese único rasgo alcanzara para definirlos en su identidad. Esta forma de definición implica una doble reducción:
· En primer lugar, se asume lo diferente como marca de identidad, exclusiva del subgrupo que la comparte y excluyente de cualquier otra.
· En segundo lugar, se entiende lo diferente como déficit.
Los otros, los diferentes, pasan entonces a tener una identidad negativa: no se les reconocen sus marcas propias como algo con valor, sino como desviaciones respecto de la normalidad, marcada por el grupo dominante. Se los caracteriza como la negación de lo que debe ser. Y, por supuesto, los diferentes siempre son los otros.

Pero además, lo diferente suele entenderse sólo como lo visiblemente diferente: la posición social, el color de la piel, los modos particulares del lenguaje... Se habla entonces de sujetos con necesidades especiales, reforzando la idea de lo diferente como marca de un déficit, y con el convencimiento de que estos sujetos están condenados a ser lo que su origen les marca. Se piensa en la diversidad como grupos culturales absolutamente aislados del resto y plenamente homogéneos en su interior.

Ahora bien, resulta que esta pluralidad es un hecho. Surge entonces la necesidad de preguntarnos cuál es la conducta a adoptar ante “los diferentes”.
Una actitud posible podría ser la de tolerar la diferencia, tolerancia que, en definitiva, no es otra cosa que in-diferencia: la negación de lo diferente. Contentos con nuestra tolerancia, no nos preocupamos por las condiciones reales en que están estas diferencias, y creyendo construir una sociedad democrática y respetuosa de todos, levantamos ghettos.
Otras veces, guiados por el ideal de una homogeneidad que no deja de ser ficticia, forzamos hasta límites insospechados la asimilación de todos los subgrupos a los modos dominantes, provocando en ellos diversas reacciones. Los que logran asimilarse, suelen hacerlo a costa de la pérdida de su identidad y sobre-adaptándose al sistema. Otros, asumiendo un elevado costo, navegan entre dos aguas, y logran escindirse entre quiénes son y cómo viven públicamente y quiénes son y cómo viven en la intimidad de su mundo privado. No son pocos los que no pueden ni una cosa ni la otra: son los excluidos del sistema, lo sean físicamente –los que viven en los márgenes de la sociedad- o simbólicamente –los que obtendrán un mínimo o ningún beneficio de ella-. Es el caso de muchos hombres y mujeres, sobre todo jóvenes, desmotivados o francamente ausentes, cuyos únicos signos son la permanente abulia o la rebeldía violenta.
La actitud opuesta sería ignorar los lazos comunes, y desencadenar prácticas discriminatorias, dando diferentes oportunidades (educativas, laborales, de salud y seguridad, entre otras menos evidentes) a cada grupo social.
Mal que nos pese admitirlo, una actitud aún muy difundida sigue siendo la de reprimir la diferencia como elemento homogeneizador.

El pluralismo se diferencia de todas estas posiciones en el hecho de que no sólo reconoce la existencia de estas diferencias, sino que además las acepta como valiosas. Significa aceptar y defender la posición de que la comunidad se enriquece con los aportes diferentes, y que lo que la define y caracteriza como una comunidad original, única e irrepetible es la pluralidad de los aportes que en ella se conjugan.
Esta postura nos plantea ciertas exigencias:
1. Valorar a cada individuo como persona, y no como una mera rueda en el engranaje social. Valorarlo en lo que es, tal como es.
2. Valorar lo que cada persona considera como propio, lo que significa valorar su identidad cultural.
3. La aceptación generalizada, por parte de todos, de que existen ciertos principios mínimos que son necesarios para permitir la coexistencia y la real pertenencia a una sociedad. Esto es, la necesidad de una normativa mínima que posibilite la convivencia. Si olvidamos esta tercera exigencia corremos el riesgo de quedar prendidos en una mística pluralista, que podría confundir pluralismo con relativismo moral.

El pluralismo es la única vía que crea una condición de posibilidad para la verdadera convivencia. Las otras actitudes son descalificatorias, exclusoras, y terminan llevando a la desafiliación social: cuando una sociedad –y sus instituciones- deja de acoger a la gente, deja de reconocerla como sujetos de derecho, se instaura la violencia. Una violencia de todos contra todos, donde no hay otro objeto a perseguir que la anulación del otro, vivido como amenaza para la propia integridad.
El pluralismo abre las puertas que permiten la afiliación social, la posibilidad de que todos los grupos que conforman esta pluralidad tengan un sentido de común-unión, de pertenencia respecto de un proyecto en común que a todos los convoca, del que todos forman parte, al que todos aportan y del que todos se benefician. Implica el reconocimiento de que no puede haber cohesión sin un ideal colectivo que mueva la colaboración de todos.

Para esto es necesario que se abran espacios de diálogo sobre lo que en realidad está en juego: los intereses y deseos que motivan a cada grupo y los valores que regulan sus conductas. Mientras no se abran estos espacios, lo otro seguirá definiéndose como lo opuesto.

La escuela como institución socializadora



Viviana Taylor



Podemos distinguir tres misiones de la escuela. La primera es instruir, la segunda educar y, la más descuidada, socializar.
Para profundizar en su misión de socialización comenzaremos por recordar la existencia de una doble estructuración de la personalidad. Una primera personalidad, que se construye durante la primera infancia, particularmente a través de las identificaciones con los padres y del conflicto edípico. Esta personalidad implica el inconsciente freudiano. A partir de esta personalidad psicofamiliar, y durante toda la vida, el individuo hará proyecciones en el campo de lo social, de modo tal que en su inconsciente la sociedad será vivida por él como una familia, los superiores jerárquicos como padres, y la transgresión a la autoridad como fuente de culpabilización. Junto con esta personalidad existe otra, la personalidad psicosocial, que se desarrolla a partir del ejercicio de la apropiación del propio acto.

¿De qué se trata esto? La socialización puede ser entendida como la internalización de las normas y los valores de una sociedad por parte de los jóvenes. Muchos sociólogos tendieron a explicarla como un fenómeno mecánico en el cual la sociedad juega el papel activo, y los individuos el pasivo. Y muchos etnólogos tampoco tuvieron en cuenta al sujeto individual, y describieron una socialización en la que los jóvenes internalizan una realidad no objetiva sino ya transfigurada por las fantasías, los deseos y temores de sus mayores. La Psicología, por su parte, nos ha enseñado cómo se producen las relaciones de internalización entre una generación y otra a través de procesos de identificación, que nacen de los vínculos intrafamiliares, y se extiende luego a los otros adultos, sobre todo en la escuela.

¿Cuáles son las dificultades que pueden tener los adolescentes para construir su identidad a través de identificaciones sanas con los adultos?
Desde siempre, los adultos hemos sido los referentes de los adolescentes al ofrecerles una imagen deseada como personas y proyectos de vida, que se constituían en los modelos que ayudaban a configurar el desarrollo de su identidad. Les proveíamos el “hacia dónde” ir y dirigir sus esfuerzos y aspiraciones. El problema es que hoy no somos ni nos sentimos capaces de ofrecer –como sociedad, como grupo de adultos- una imagen deseada. Los adolescentes tienen dificultades para encontrar en la sociedad adulta referentes válidos, y esta dificultad es un obstáculo para la construcción de su identidad.

Junto con éste, existe otro modo de socialización, en el que la relación con la realidad se lleva a cabo sin la intermediación directa de adultos, y que sólo funciona si se desarrolla dentro de un marco social. Generalmente se da dentro de pequeños grupos, como el grupo de clase. Este tipo de agrupamientos crea las condiciones de posibilidad para que los adolescentes se sientan protagonistas de sus propias acciones y decisiones, al no sentir la mediación de la autoridad de los adultos. Este protagonismo es el que les permite inaugurar el sentimiento de “autoría”, de “ser dueños de sus elecciones y los actos que conllevan”. A este proceso se denomina apropiación del acto.

Según Gerard Mendel[1] existe una fuerza antropológica que nos hace considerar a nuestros actos como una continuidad de nuestro ser, lo que explicaría la necesidad de reapropiarnos de esos actos que se ‘nos escapan’.
Justamente lo opuesto a este movimiento de apropiación del acto es la fuerza tradicional de la autoridad que, por pertenecer a los adultos, vincula a ellos la legitimidad del acto.
Cuando la autoridad disminuye, como ocurre en la actualidad, es cuando uno comienza a vislumbrar que el mundo pertenece a todos los que lo hacen, y no solamente a unos pocos privilegiados. Esto demuestra que, de algún modo, hay una relación antagónica entre autoridad y actopoder[2] , aunque ninguno de los términos puede eliminar al otro.

El adolescente que vive en el medio urbano tiene carencias respecto de las dos formas de socialización, no por la pobreza de oportunidades, sino por estar estimulado por un gran número de informaciones, a veces contradictorias. Vive en un mundo que no le permite descubrir sus recursos y posibilidades, lo que termina originando una brecha entre su inteligencia crítica y la falta de confianza sobre su propia capacidad para arreglárselas solo. Salvo en aquellos que practican una activa cooperación, por ejemplo a través de la participación en deportes colectivos, el sentimiento de inseguridad es la marca de la falta de adquisición de autonomía.

En síntesis, para el adolescente hay dos formas de estar en la escuela: por un lado, las relaciones interpersonales con el docente, necesarias y sucesoras de las identificaciones parentales; y otra por la cual puede apropiarse de su propio acto, a través de una apropiación colectiva con su grupo de pares.


EN LA ESCUELA, EDUCAR ES EDUCAR EN GRUPO...
... y esto es lo primero que debemos tener en cuenta al reflexionar sobre nuestra tarea y los modos de mejorarla. Como docentes nos encontramos frente a un grupo de clase, formal, caracterizado por la uniformidad en la edad, la organización estricta, la presencia de líderes formales (nosotros), y con una finalidad educativa de carácter institucional. A su vez, está constituido por subgrupos informales que determinan su estructura interna, sus objetivos, sus problemas y sus propios líderes.

Dentro del grupo podrá distinguir distintos tipos de roles, cuya identificación le será útil para la tarea orientadora:
· Centrados en la tarea: el iniciador, el dador de información, el elaborador, el evaluador, el dador de opiniones...
· Centrados en el mantenimiento del grupo: el animador, el fomentador de la comunicación, el que recuerda los objetivos...
· Individuales: el agresivo, el dominador, el que busca ayuda, el acaparador de la atención...

¿Para qué nos puede interesar tener este conocimiento respecto del grupo de clase? Porque, dado que es por esencia el lugar privilegiado para el desarrollo de la personalidad psicosocial, la influencia que ejerce el grupo sobre los alumnos suele manifestarse en los procesos de imitación que permiten una homogeneización interna a la vez que una diferenciación externa (lo que los hace sentirse iguales entre ellos y diferentes a los demás, y con ello profundizar el sentimiento de pertenencia al grupo –o exclusión en quienes no lo logran-), en los fenómenos de contagio emocional, y en los procesos de control ya que el grupo se convierte en el marco de referencia valorativo. Es por esto que es necesario crear una comunidad moral en la clase, ayudando a los estudiantes a conocerse unos a otros, enseñándoles a respetarse, cuidar unos de otros, desarrollar sentimientos de pertenencia al grupo y responsabilidad, recuperar una adecuada disciplina como elemento para el crecimiento moral. Si bien existen métodos variados para crear esta comunidad a través del curriculum, uno de larga tradición es la Narrativa.

La Narrativa es un esquema por el cual los seres humanos dan significado a su propia experiencia de la temporalidad y las acciones personales. Provee un marco para entender los hechos pasados en la vida de uno y para planear las acciones futuras. Es el esquema primario por medio del cual la existencia humana adquiere significado.
Con una larga tradición en educación moral, ha recibido influencias de las teorías literarias recientes, las aproximaciones hermenéuticas a las Ciencias Sociales, y las críticas a las psicologías del desarrollo.
La narrativa es central tanto para el estudio como para la enseñanza de la moralidad, ya que los individuos dan significado a sus experiencias de vida y representan sus decisiones morales a través de formas narrativas. Este reconocimiento de la autoría de las elecciones, acciones y sentimientos morales marcaría el punto final del desarrollo de la sensibilidad moral, ya que los individuos se desarrollan moralmente poseyendo la autoría de sus propias historias morales y aprendiendo las lecciones morales en historias que cuentan acerca de sus propias experiencias. Y es en esto, justamente, que consiste la apropiación del acto.


[1] Mendel, Gerard. Sociopsicoanálisis y Educación. UBA y Ed. Novedades Educativas, 1996
[2] El poder que tenemos sobre nuestros propios actos. Tiene un triple aspecto :
· el acto ejerce siempre un poder sobre el entorno del sujeto (se relaciona con las consecuencias de lo que hacemos, deseadas o no);
· el sujeto puede ejercer mayor o menor poder sobre su acto (lo que se vincula con la voluntad y la libertad, y por ello supone en el acto una dimensión ética);
· el mayor o menor poder incide directamente en la motivación del sujeto (lo que explica por qué la abulia es uno de los correlatos naturales de la represión sobre la libertad).

Convivencia y conflicto en la escuela

Pautas para el diagnóstico y la planificación de estrategias de abordaje
Viviana Taylor


La temática del conflicto se ha constituido en una preocupación central, ya que los conflictos inciden de forma determinante en la conducta de los miembros de las instituciones y en el grado de eficiencia institucional.
Los conflictos no pueden ser negados. Son constitutivos de la vida, sea a nivel personal, grupal o institucional. Si los ignoramos, reaparecerán disfrazados de un nuevo problema.

Quienes participan de una institución –desde ahora les llamaremos actores- desarrollan consciente o inconscientemente una serie de estrategias por las cuales se valen de los recursos institucionales sobre los que tienen acceso y control, para satisfacer sus deseos y necesidades. Muchas veces estos intereses de los individuos o de grupos son coherentes con los intereses institucionales, porque están todos dirigidos al mismo fin en común. Pero otras tantas, se contraponen entre sí.
La confluencia de estas múltiples estrategias que despliegan van configurando distintos escenarios en cada institución, y son fuente de conflictos.
La pregunta del millón es ¿cómo conciliar tal diversidad?

Antes que ninguna otra cosa, debemos comenzar por preguntarnos qué entendemos por conflicto. Para ello, debemos recordar que nos encontramos en una institución particular, con un sentido específico. La institución escuela es una comunidad de aprendizajes, lo que nos lleva a la necesidad de plantearla como:
· Una comunidad que se construye cotidianamente a través de las prácticas institucionales,
· con la participación de una pluralidad de actores, con sus propios deseos e intereses, en relación entre sí y con la institución,
· orientada a la obtención de logros de aprendizaje.
En este marco, entenderemos por conflicto todo aquello que perturba directa o indirectamente el normal interjuego de estas características en la posibilitación del logro específico.

Luego, conviene tener en cuenta que los conflictos no son todos del mismo tipo. Algunos son conflictos previsibles, recurrentes, anticipables. Son los que alteran el funcionamiento cotidiano pero no revisten novedad. Muchos de ellos se deben a las zonas de incertidumbre que provoca un acuerdo de convivencia demasiado tácito, donde aparece superposición de ciertas funciones y otras de las que nadie es responsable, o donde no está claro el límite entre lo aceptable y lo no permitido. Quedan entonces grandes zonas libradas a la interpretación personal, que por supuesto, cada uno interpretará desde sus intereses y conveniencias. Sobre este tipo de conflictos debe actuarse de modo preventivo, lo que exige del compromiso de todos en la elaboración de un Proyecto Educativo adecuado y satisfactorio.
Otros conflictos, en cambio, son imponderables. Son aquellos que irrumpen repentinamente, y nos obligan a actuar desde su originalidad.

Frente a los conflictos, podemos adoptar posiciones diferentes:
· Ignorarlos: no los tendremos en cuenta como un problema. Un ejemplo típico es el de las escuelas con un bajo nivel de retención (muchos alumnos ingresan en el primer año, y llegan pocos al último), situación que los docentes aceptan como algo normal porque “siempre fue así”.
· Eludirlos: se percibe una clara sensación de malestar alrededor de una situación, pero no se la explicita claramente. La información en torno del conflicto circula por canales informales, bajo la forma de chismes o rumores, pero no se lo afronta directamente.
· Redefinirlos y disolverlos: no siempre es posible resolver los problemas de base, pero quizás sí se puede tender a disolver el conflicto que emerge de él, de modo que el problema pierda la importancia central que revestía y deje de obstaculizar la tarea. Para ello es necesario que las personas se reúnan y establezcan acuerdos acotados, que permitan seguir trabajando “a pesar de”. Este suele ser el caso de aquellos problemas que no son propiamente institucionales, pero que provocan síntomas en la escuela, como los conflictos surgidos por el malestar que acarrean los alumnos –y los docentes- por causas sociales, familiares, etc.
· Elaborarlos y resolverlos: Un conflicto no surge por generación espontánea, sino que es el fruto de un proceso de construcción en el que se entrelazan situaciones de poder. Por ello, su resolución requiere analizar el proceso por el que se construyó, plantearlo, negociar, y tomar decisiones participativas y tan consensuadas como sea posible. Respecto de esto último, quiero acotar que si bien es cierto que la tentación de tomar una medida unilateral es fuerte y muchas veces se juzga como la intervención más eficiente, este tipo de soluciones siempre es provisoria, y se parece mucho a negar el conflicto. Si tenemos en cuenta que lo que está en juego es un objetivo común, es claro que se requiere de la participación de todos los implicados en la resolución. Y no olvide que hay una relación directa entre participación y compromiso. Sólo quien participa siente pertenencia, y el sentimiento de pertenencia es el germen del compromiso. Quizás el camino sea más largo... pero es el que nos lleva donde queremos ir.


ALGUNAS RECOMENDACIONES PRÀCTICAS PARA EL ABORDAJE

1. Elabore una lista, lo más exhaustiva que le sea posible, sobre los conflictos que emergen en su institución.
2. Analice la lista, identificando aquellos conflictos que son causa y consecuencia entre sí. Agrúpelos, de modo que le queden organizados las consecuencias bajo el título de las causas, explicitando este nivel jerárquico.
3. Analice si los conflictos que ha establecido como principales (conflictos-causa) son causados por un mismo problema-raíz común, o cada uno responde a una situación específica diferente.
4. Si ha logrado identificar un problema-raíz, es éste el que debe abordar. En caso de no haberlo, o de no haber podido identificarlo, abordará los conflictos-causa. Como no siempre es posible trabajar sobre la resolución simultánea de varios conflictos, quizás sea conveniente que establezca un orden de prioridades. ¿Cómo hacerlo? Será prioritario aquel conflicto que es causa de mayor cantidad de otros, o de los más graves.
5. A veces no es posible abordar directamente un conflicto, porque no están dadas las condiciones para hacerlo. En ese caso, conviene ir resolviendo los otros a que ha dado lugar, como un modo de ir viabilizando el camino y construyendo posibilidades de resolución.
6. Una vez definido el conflicto a resolver, trate de explicitarlo lo más detalladamente posible. La pregunta es sencilla: ¿qué es lo que define a esta situación que pretendo resolver?. Esmérese en la respuesta porque de ella depende en gran parte el éxito que pueda lograr.
7. La segunda pregunta se refiere a quiénes son los actores implicados. Una vez identificados, indague acerca de sus puntos de vista respecto del conflicto analizado y de los intereses que están en juego. Aquí lo importante no pasa por simplemente describirlos, sino por ponerlos en relación: ¿hay intereses diferentes, o incluso contradictorios? ¿Podemos identificar intereses en común? ¿Qué siente cada uno que está en juego? ¿Cómo ven a los otros implicados?. No pocas veces es necesario un trabajo de sensibilización de unos respecto de otros, a fin de que se sientan como socios en la tarea de resolución y no como contrincantes. Es necesario salir de la lógica de que unos deben perder para que otros ganen, para comenzar a operar con la lógica de que podemos encontrar posibilidades en las que todos ganemos. Para eso, deberemos eliminar prejuicios y acercar conocimiento cierto.
8. Analizaremos luego las fortalezas, debilidades, oportunidades y amenazas en torno de este conflicto. Supongamos que estamos tratando de resolver la alta repitencia de nuestros alumnos de 1º año. Como fortalezas de nuestra institución podemos considerar el contar con un plantel de profesores bien preparados, con experiencia, y dispuestos a colaborar. Como debilidad, podemos señalar la falta de un equipo de orientación que intervenga en los casos de dificultades específicas, tanto para orientar al alumno en su proceso de aprendizaje como a los profesores respecto de procesos de enseñanza personalizada o de estrategias didácticas alternativas. Como oportunidad, podemos prever que la resolución de este conflicto redundará en una mayor motivación de los alumnos para el estudio como consecuencia de la elevación de sus expectativas de éxito, fruto del mejoramiento de los logros que obtengan, a la vez que seguramente se lograrán mejoras en la convivencia al promover un sentido de pertenencia más fuerte entre los alumnos por la modificación de los modos de relación con sus profesores (modos ahora centrados en sus necesidades reales) y protagonizar un proyecto participativo que juzgarán como esencial para su desempeño académico. Podemos sentir como amenaza una tendencia institucional a la burocratización, que suele hacer que los proyectos se ahoguen en la etapa deliberativa y nunca lleguen a ejecutarse.
9. Ya hemos seleccionado el conflicto sobre el que queremos operar, lo hemos explicitado claramente y hemos establecido sus relaciones con otros conflictos. Hemos identificado a los actores implicados, con sus intereses y puntos de vista, así como los cruces de sus intereses y percepciones, a fin de ir facilitando un acercamiento. Hemos analizado las condiciones que favorecerán u obstaculizarán nuestro trabajo. Ahora nos centraremos en el cómo, o sea en la estrategia de resolución. Aquí es donde se necesita más fuertemente de la participación de todos los implicados, ya que las decisiones respecto de las conductas y tareas a asumir deben traducirse en compromisos de acción. Es aquí donde irrumpe la noción de negociación.

¿Qué entenderemos por negociar? En primer término, asociaremos el concepto de negociación a las ideas de concertación y consenso, alejándonos de las connotaciones negativas que pueda adquirir por su acepción más común, ligada a la idea de traficar. Entendiéndola así, propongo un estilo de negociación cooperativo, acorde con la lógica de que todos ponemos ganar.
Es importante tener en cuenta que la negociación se centra en el conflicto de intereses, y no en las posiciones que sustentan cada una de las partes. Si se profundiza en los fundamentos de los intereses, seguramente se encontrarán intereses compartidos a partir de los cuales comenzar a trabajar, aún cuando los conflictos sigan subsistiendo.

¿Cómo se desarrolla la negociación? Conviene seguir algunas recomendaciones prácticas para organizarla y conducirla:
· Preparación de la negociación: comprende todo lo que he desarrollado en el punto 7, respecto de los actores y sus intereses. Conviene que cada uno clarifique no sólo lo que pretende pedir, sino aquello que está dispuesto a ofrecer y aceptar. Se requiere un gran sentido de la prudencia de quien coordine la negociación, para evitar la escalada del conflicto: frente a una actitud o conducta inapropiada de una de las partes, evitar las reacciones en las otras. Esto puede llevar varias reuniones, en cada una de las cuales se recapitularán los avances logrados, sintetizando los acuerdos alcanzados, los puntos aún no acordados, los ambiguos, los aspectos en los que no se ha podido avanzar...
· Generar alternativas creativas: lo que posibilitará la aparición de nuevas opciones. Para ello es importante reducir al mínimo los niveles de ansiedad que suelen llevar a aceptar la primera solución como la deseable. Estos procesos requieren de tiempo... y hay que convertir esta variable en nuestra aliada. Para ello es importante tener bien clara la diferencia entre los momentos de creación y de decisión: es importante dedicar varios encuentros de trabajo al surgimiento de ideas y opciones alternativas, sin la presión de decidirse en lo inmediato por alguna de ellas.
· Tomar una decisión satisfactoria para todas las partes. Y aquí permítame una salvedad: nosotros formamos parte de una institución educativa, con sus prescripciones y una misión específica. Esto no puede ser obviado por quien conduzca la negociación, que deberá ceñirse a este marco. Si no es posible llegar a un acuerdo dentro de él, la decisión deberá ser tomada por la parte que represente a la autoridad escolar. En este caso, tal decisión debe ofrecerse fundada y explicada a las otras partes, para que no se queden con la sensación de haber perdido tiempo en un mero “asambleísmo” sin haber tenido posibilidades reales de participación.
· El resultado de la negociación se debe concretar en compromisos reales y efectivos de acción: se estipularán los logros a obtener, las acciones a seguir, sus responsables, los medios con que se contará, los criterios con que se controlará el avance para la corrección de las posibles desviaciones y la atención de los imprevistos.