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jueves, 18 de junio de 2009

Acerca de la estructuración de la personalidad psicosocial en la adolescencia




Viviana Taylor





Una forma de entender la socialización es en referencia a la internalización de las normas y los valores de una sociedad por parte de los jóvenes.
Muchos sociólogos tendieron frecuentemente a explicarla como un fenómeno mecánico en el cual la sociedad juega el papel activo, y los individuos el pasivo. Los etnólogos, por su parte, tampoco pusieron el foco sobre el sujeto individual, ya que describieron un proceso en el que los jóvenes internalizan una realidad no objetiva sino ya transfigurada por las fantasías, los deseos y temores de quienes los precedieron. Y la Psicología, por su parte, nos ha enseñado cómo se producen las relaciones de internalización entre una generación y otra a través de los procesos de identificación que nacen de los vínculos intrafamiliares, y se extiende luego a los otros adultos, sobre todo en la escuela.
Este modo de concebir la socialización se relaciona con una primera forma de estructuración de la personalidad, que se construye durante la primera infancia, particularmente a través de las identificaciones con los padres y del conflicto edípico, por lo que implica el inconsciente freudiano. A partir de esta personalidad psicofamiliar, y durante toda la vida, el individuo hará proyecciones en el campo de lo social, de modo tal que en su inconsciente la sociedad será vivida por él como una familia, los superiores jerárquicos como padres, y la transgresión a la autoridad como fuente de culpabilización.


Pero junto con éste existe otro modo de socialización, que es origen de una segunda estructuración de la personalidad, la llamada personalidad psicosocial. En esta segunda forma de socialización, la relación con la realidad se lleva a cabo sin la intermediación directa de adultos. Generalmente se da dentro de pequeños grupos (el grupo de clase, la barra, o la tribu) ya que este tipo de agrupamientos crea las condiciones de posibilidad para que los adolescentes se sientan protagonistas de sus propias acciones y decisiones, al no sentir la mediación de la autoridad de los adultos. Este protagonismo es el que les permite inaugurar el sentimiento de autoría, de ser dueños de sus elecciones y los actos que conllevan. A este proceso se lo denomina apropiación del propio acto.

Según Gerard Mendel[1], este proceso se funda en la existencia de una fuerza antropológica que nos hace considerar a nuestros actos como una continuidad de nuestro ser, lo que explicaría la necesidad de reapropiarnos de esos actos que se “nos escapan”.
Justamente lo opuesto a este movimiento de apropiación del acto es la fuerza tradicional de la autoridad que, por pertenecer a los adultos, vincula a ellos la legitimidad del acto.

Cuando la autoridad de los adultos disminuye, es cuando los jóvenes comienzan a vislumbrar que el mundo pertenece a todos los que lo hacen, y no solamente a unos pocos privilegiados. Esto demuestra que, de algún modo, hay una relación antagónica entre autoridad heterónoma y actopoder[2] , aunque ninguno de los términos puede eliminar al otro.

En la actualidad, el adolescente que vive en el medio urbano tiene carencias respecto de las dos formas de socialización, no por la pobreza de oportunidades, sino por estar estimulado por un gran número de informaciones, a veces contradictorias. Vive en un mundo que no le permite descubrir sus recursos y posibilidades, lo que termina originando una brecha entre su inteligencia crítica y la falta de confianza sobre su propia capacidad para arreglárselas solo. Salvo en aquellos que practican una activa cooperación (por ejemplo a través de la participación en deportes colectivos o en una actividad comunitaria) el sentimiento de inseguridad señala la falta de adquisición de autonomía.

En síntesis, podríamos afirmar que para el adolescente hay dos formas de estar en el mundo: por un lado, a través de las relaciones interpersonales con los adultos y las instituciones, necesarias y sucesoras de las identificaciones parentales; y otra, por la cual puede apropiarse de su propio acto, a través de una apropiación colectiva con su grupo de pares.

En razón de esa primera forma de estar en el mundo, el papel de los adultos es el de ser portadores y transmisores de idealizaciones, es decir, ofrecer una imagen directriz que oriente y motive la conducta, al proporcionar un proyecto de vida, un hacia dónde ir.
El lugar de los docentes es particularmente difícil en el contexto actual de una sociedad de adultos que no se siente capaz de proponerse como referente válido a imitar y con la cual identificarse. Por una parte, porque con frecuencia se encontrará con adolescentes que no han logrado identificarse con suficientes referentes válidos como para constituir su identidad de un modo sano. Y por otra, porque él mismo, siendo un adulto en este contexto, suele sufrir las mismas inseguridades y carencias que los demás.

¿Por dónde comenzar, entonces?
En primer lugar, sería bueno tomar conciencia de que formamos parte de una institución con una tradición fuertemente idealizadora, en una sociedad que atraviesa una profunda crisis de ideales. Si nos mantenemos en el lugar de perfección que se le solía asignar a los docentes, más que un modelo a seguir nos convertiremos en un modelo inquisidor, que los condene a un fuerte sentimiento de impotencia frente a nuestra postura falsamente omnipotente. Hoy, ser ejemplar no equivale a ser perfecto, sino a ser una persona íntegra, con sentimientos, conflictos, problemas... pero de pie y luchando.
En segundo lugar, debemos abandonar la posición de críticos que como adultos solemos asumir frente a los ídolos de los adolescentes, y preguntarnos qué tenemos que aprender de ellos. Sería interesante dejar de subestimarlos y comenzar a indagar qué es lo que les provocan, qué valores les proponen, desde qué códigos lingüísticos y estéticos... para poder ayudar eficazmente a nuestros chicos a construir los recursos internos que los alejen del riesgo de las identificaciones peligrosas, proponiéndoles otros modelos, más sanos, de encarnación de esos mismos valores con los que se identifican.
En tercer lugar, debemos tomar conciencia de que la única manera que tienen nuestros alumnos de incorporar los instrumentos que les permitan rechazar una aceptación pasiva y sumisa de los ídolos, a la vez que proponerse modelos más enriquecedores, es desarrollando su capacidad crítica y promoviendo su autonomía. Claro que para eso tendremos que interrogarnos acerca de cuál es el sentido de la vida, y esta quizás sea una cuestión que aún nosotros mismos tengamos pendiente.

[1] Mendel, Gerard. Sociopsicoanálisis y Educación. UBA y Ed. Novedades Educativas, 1996
[2] El poder que tenemos sobre nuestros propios actos. Tiene un triple aspecto :
· el acto ejerce siempre un poder sobre el entorno del sujeto (se relaciona con las consecuencias de lo que hacemos, deseadas o no);
· el sujeto puede ejercer mayor o menor poder sobre su acto (lo que se vincula con la voluntad y la libertad, y por ello supone en el acto una dimensión ética);
·el mayor o menor poder incide directamente en la motivación del sujeto (lo que explica por qué la abulia es uno de los correlatos naturales de la represión sobre la libertad).