Buscar este blog

martes, 23 de junio de 2009

Integración, vulnerabilidad y exclusión



Modos de intervención: del clientelismo a la formación



Viviana Taylor





Cuando hablamos de exclusión nos encontramos ante la expresión de un proceso que ya estaba operando desde antes que la gente basculara hacia estas posiciones extremas. Y como se trata más de un proceso que de un estado, resulta no sólo indispensable enmarcar históricamente la situación actual, sino además poner en relación lo que está ocurriendo en las situaciones de marginalidad extrema, de aislamiento social, y de pobreza absoluta con la configuración de situaciones de vulnerabilidad, de precariedad, de fragilidad que con frecuencia las precedieron y alimentaron.

Para clarificar ese análisis, vamos a partir de la distinción entre tres zonas de organización o de cohesión social:
· una zona de integración que no presenta grandes problemas de regulación social,
· una zona de vulnerabilidad que es una zona de turbulencias caracterizada por una precariedad en relación al trabajo y por una fragilidad de soportes relacionales, dos variables que muchas veces se superponen;
· una zona de exclusión, de gran marginalidad, de desafiliación, en la que se mueven los más desfavorecidos. Estos se encuentran a la vez por lo general desprovistos de recursos económicos, de soportes relacionales, y de protección social, de forma que la necesidad de ser justos con ellos no estriba únicamente en una cuestión de ingresos y de reducción de las desigualdades en los ingresos, sino que concierne también al lugar que se les procura en la estructura social.

De estas tres, es la zona de vulnerabilidad[1] la que ocupa un lugar estratégico. Se podría decir que es ella la que produce las situaciones extremas a partir de un basculamiento que se produce en sus fronteras. Cuando más se agranda esta zona de vulnerabilidad, mayor es el riesgo de ruptura que conduce a las situaciones de exclusión.
Una característica importante de la coyuntura actual es lo que Robert Castel[2] denomina la ascensión de la vulnerabilidad, insistiendo sobre el término de ascensión. Para explicar este concepto parte de la afirmación de que la precariedad en el trabajo así como determinadas formas de debilitamiento del vínculo social no representan de hecho situaciones inéditas, sino que se trata de constantes históricas que han existido durante largos períodos de tiempo: los pequeños trabajos, la alternancia de empleo e inactividad, las ocupaciones más o menos aleatorias, como las que hoy proliferan, han sido en la historia occidental el destino común de la mayoría de aquellos que ocupaban una posición de asalariados, de semiasalariados o de asalariados parciales con anterioridad a que esta condición salarial se viese modificada, es decir, con anterioridad a que se constituyese en verdadera condición a la que van vinculados garantías y derechos, y que proporciona un mínimo de seguridades sobre el futuro. Este proceso de modificación de la condición salarial ha coincidido en nuestro país con lo que hemos dado en Estado de Bienestar.
Las desigualdades, a pesar de seguir siendo muy pronunciadas, pasaron a ser pensadas a partir de un marco general de integración: todos los miembros de la sociedad pertenecían a un mismo conjunto. Y esto en razón de que grandes dispositivos transversales atravesaban la separación de clase: seguro contra los principales riesgos sociales, relativa democratización del acceso a la enseñanza, a la propiedad de la vivienda, a la cultura, al consumo... Y aunque no todo el mundo participaba de estas protecciones, la pobreza y la a-sociabilidad podían ser pensadas como residuales, de forma que cabía esperar reducir su peso si se seguían desarrollando los sistemas de protección que habían dado cobertura a la mayoría de la clase obrera.
Es justamente este optimismo el que se ha puesto en cuestión. Ya no podemos seguir considerando como a un residuo marginal a aquellos que no han tenido acceso a la integración.

Aunque en el polo del trabajo se ha producido un incremento de la desocupación, lo esencial en este proceso es su precarización. Y si razonamos no en términos de ocupados, sino de flujo, más de la mitad de estos trabajos se realiza bajo formas ajenas al contrato por tiempo indefinido, es decir, ajenas al tipo de contrato que suponía en épocas anteriores una seguridad relativa y al que se podían vincular garantías y derechos estables. De ahí la multiplicación de formas de actividades fragmentarias, de alternancias de empleo y de desempleo que, en último término, alimentan la desocupación de larga duración.
Y si bien es cierto que esta fragmentación del trabajo afecta esencialmente a los jóvenes, no habría que olvidar que nos encontramos también ante una desestabilización de los estables, ante la entrada en una situación de precariedad de una parte de aquellos que habían estado perfectamente integrados en el orden del trabajo. Un caso particular lo constituyen los trabajadores considerados de edad, que se ven descualificados y prácticamente sin empleo posible, demasiado viejos para seguir siendo rentables, demasiado jóvenes para gozar de una eventual jubilación.
Esta precarización de la relación de trabajo, en consecuencia, ha llevado a la desestructuración de los ciclos de vida, normalmente secuenciados por la sucesión de los tiempos de aprendizaje, de actividad, y del tiempo ganado y asegurado por la jubilación. Una desestructuración que ha marcado, a su vez, los modos de vida y las redes relacionales.
En consecuencia, junto con la integración por el trabajo, la que se ve amenazada es también la inserción social al margen del trabajo. La ascensión de la vulnerabilidad no es únicamente la precarización del trabajo, sino la consecuente fragilización de los soportes relacionales que aseguran la inserción en un medio en el que resulta humano vivir. Se podría mostrar que, al menos para las clases populares, existe una fuerte correlación entre una inscripción sólida en un orden estable de trabajo, al que van anexas garantías y derechos, y la estructuración de la sociabilidad a través de las condiciones del hábitat, la solidez y la importancia de las protecciones familiares, la inscripción en redes concretas de solidaridad.

Otro aspecto a tener en cuenta es que, en la medida que la protección social estaba fuertemente ligada al trabajo protegido, una desestabilización de la organización del trabajo implica socavar las raíces de las políticas sociales.
Así, la sensación contemporánea de vulnerabilidad permanece adosada al recuerdo de un mundo estable, se la vive en referencia a una certeza previa de haber estado protegido, en referencia a una estabilidad. El trabajo sumergido es pensado en relación con las definiciones del trabajo legalmente regulado y de su remuneración. La actitud de los jóvenes des-cualificados en relación con el trabajo, o su rechazo al trabajo, se construye en referencia al modelo de contrato por tiempo indefinido, que era el modelo dominante en la generación precedente. Aún más, un cierto descrédito de la escuela debe ser pensado a partir de una concepción de educación que proclamaba su capacidad para realizar una igualdad de oportunidades y que comenzaba a alcanzarla. Del mismo modo, podríamos hacer observaciones similares sobre algunos servicios públicos, el acceso a la vivienda, el ocio y la salud.
Es por esto que el tratamiento actual de la vulnerabilidad social no podría ser el mismo que el de los años 30, por ejemplo, cuando el Estado aún no había desplegado una base suficientemente sólida de protección. No equivale a partir de cero como si no existiese una memoria social, que es la memoria de la existencia de una protección que ya no está.

Veamos algunos datos que nos darán una idea de estas zonas de vulnerabilidad y exclusión, según el INDEC:
· más del 70% de los chicos nace en un hogar pobre, y casi el 40% vive en la indigencia.
· El 22% de los niños entre 5 y 14 años trabaja.
· De los adolescentes que trabajan, el 58% no asiste a la escuela.
· La tasa de mortalidad infantil del país en plena post-crisis económica fue del 18,4%o en el 2002, y del 16,3%o en el 2003. Si bien desde entonces ha ido decreciendo, no ha logrado bajar de los dos dígitos ni aún en la zona norte de la Ciudad de Buenos Aires. De estas muertes, 6 de cada 10 son evitables.
· En la Pcia de Buenos Aires, la mortalidad infantil es del 17,8%o
· En el Gran Buenos Aires, las necesidades básicas insatisfechas alcanzan al 19,3% de la población.
· En el Gran La Plata, al 13%
· El 20% de los chicos está desnutrido.
· El 50% de los bebés entre seis meses y dos años tiene anemia por deficiencia de hierro.
En la provincia de Buenos Aires, donde vive el 38% de la población del país, el 12% de los hogares son indigentes y el 49% de las personas viven bajo la línea de la pobreza (considerando no los datos al respecto de otorga el INDEC, sino la comparación entre el ingreso familiar y el costo real de la canasta básica).
En Merlo, Moreno, La Matanza y San Miguel, el 65% de los hogares son pobres, y el 20% de las familias indigentes.
El Centro de Estudios sobre Nutrición Infantil realizó en el año 2003 un estudio sobre desarrollo intelectual entre chicos muy pobres de San Miguel. El 65% estaba bajo los límites normales. De ese 65%, el 30% ya estaba en el límite de la educabilidad, lo que, según su titular Alejandro O’Donnell, inicia un ciclo de pobreza feroz: “gente con estatura significativamente inferior a la normal, con poca fuerza de trabajo, que no gana un peso, que tiene poca cultura, criará tal vez hijos casi en las mismas condiciones. Es la reiteración de un ciclo eterno de marginación y de miseria.[3]”Si bien han pasado seis años desde ese estudio, y aún cuando las condiciones sociales hubiesen mejorado radicalmente (cosa que no ha sucedido), no son situaciones rápidamente modificables.


¿Cómo trabajar para modificar este panorama? Podemos hablar de dos tipos de intervenciones sociales.

Unas operan en la zona de exclusión, de marginalidad, de desafiliación. Puesto que el problema no es únicamente una cuestión de recursos, ni incluso tampoco de desigualdades, el reto es más bien la calidad del vínculo social y el riesgo de ruptura. Las intervenciones en este espacio social afectan esencialmente a aquellos para quienes la integración por el trabajo se ha roto y cuyos soportes familiares y relacionales son gravemente deficientes. Son por lo general intervenciones que parten del deber de solidaridad que exige poner todos los medios para reinsertar a estas poblaciones, y en consecuencia aunque tienden a integrar lo hacen en una posición de subordinación. La inserción deja así de ser una etapa para convertirse en el estado de alguien que no tiene un lugar en la sociedad. Este sería el destino de muchos individuos que desde su juventud entran en los circuitos de inserción. Se trataría de individuos y de grupos que ya no encuentran un espacio en función de una organización racional de la sociedad postindustrial.
Dentro de este grupo de intervenciones se encuentran las prácticas conocidas como clientelismo político. Considerado a menudo como un fenómeno premoderno, constituye, por el contrario, una forma de satisfacer necesidades básicas entre los pobres (tanto urbanos como rurales), mediante las llamadas relaciones clientelares (entendidas como el interambio personalizado -entre masas y elites- de favores, bienes y servicios por apoyo político y votos). En consecuencia, debe ser analizado como un tipo de lazo social que puede ser dominante en algunas circunstancias y marginal en otras.
El término clientelismo ha sido usado para explicar no sólo las limitaciones de nuestra democracia, sino también las razones por las cuales los pobres seguirían a líderes autoritarios, conservadores y/o populistas. Especialistas en política latinoamericana y estudiosos de los procesos políticos en Argentina están familiarizados con las imágenes estereotipadas del “electorado clientelar cautivo” producidas sobre todo por los medios de comunicación. Estereotipo que oculta el funcionamiento del clientelismo en su dinámica más elemental, haciéndolo permanecer desconocido. El tan extendido entendimiento de esta relación basada en la subordinación política a cambio de recompensas materiales se deriva más de la imaginación y el sentido común, alimentados ambos por las descripciones simplificadoras del periodismo antes que de la investigación social.

En general, quienes obtienen un trabajo o algún favor especial por medio de la intervención del puntero no admiten que les fue requerido algo a cambio de lo que recibieron. Sin embargo, es posible detectar una asociación más sutil. A lo que el cliente suele sentirse compelido es a asistir a un acto, aunque no lo entienda como una obligación recíproca sino en términos de colaboración o gratitud. La gente que recibe cosas sabe que tiene que ir; es parte de un universo en el que los favores cotidianos implican alguna devolución como regla de juego, como algo que se da por descontado, como un mandato que existe en estado práctico.
Pero el acto debe ser comprendido como mucho más que sólo esto. Es también visto como participación espontánea, como la oportunidad para evadir lo opresivo y cansador de la vida cotidiana en la villa o el barrio. Una forma de entretenimiento en un contexto donde lo común es no tener las distracciones habituales del tiempo libre. La privación material extrema en la que la vida cotidiana se sucede, puede ayudar a entender el sentido increíblemente significativo de un viaje gratis al centro de la ciudad, no sólo en términos materiales sino simbólicos.
Para aquellos que han obtenido un trabajo municipal mediante la influencia de su referente, la asistencia a los actos es apenas un momento en el largo proceso por el cual demuestran su fe en el mediador, con lo que el acto partidario puede ser analizado como un ritual en el que se manifiestan y evalúan las intenciones de los seguidores y los mediadores. No es algo que viene a agregarse a la forma de resolver un problema, obtener un subsidio, una medicina, un paquete de comida, o un puesto público, sino que es un elemento dentro de una red de relaciones cotidianas.
En esta idea de “favor”, lo que se comunica y entiende es un rechazo a la idea de intercambio. Tanto los clientes como los punteros hablan de confianza mutua, de solidaridad, de trabajo conjunto, de una gran familia. Los patrones y sus punteros presentan su práctica política como una relación especial que ellos tienen con los pobres, como una relación de deuda y obligación, en términos de un especial cuidado que les tienen.
La verdad del clientelismo es así colectivamente reprimida, tanto por los mediadores como por los clientes, lo que implica que las prácticas clientelares no sólo tienen una doble vida (en la circulación objetiva de recursos y apoyos, y en la experiencia subjetiva de los actores), sino que también tienen una doble verdad (que está presente en la realidad misma de esta práctica política como una contradicción entre la verdad subjetiva y la realidad objetiva). Y esta contradicción no aparece como tal en la experiencia de los sujetos –clientes y punteros- porque se sostiene en un autoengaño, una negación colectiva que se inscribe en la circulación de favores y votos y en las maneras de pensar la política. Dar, hacer un favor, termina siendo así una manera de poseer.

La idea de que hay un “tiempo de política”, a pesar de que también es un fuerte sentimiento entre mucha gente de la villa y los barrios humildes, está más asociada a los sectores medios. Se trata de la creencia en que hay un “tiempo de elecciones” en el que las demandas pueden ser rápidamente satisfechas y los bienes prontamente obtenidos porque los políticos quieren conseguir votos. Esta creencia es consecuencia de que la política partidaria es percibida como una actividad extremadamente alejada de las preocupaciones cotidianas del agente, una actividad “sucia”, que aparece cuando se acercan los tiempos electorales y desaparece con las promesas incumplidas.
Se trata en realidad más que de un tiempo, de la ruptura del orden temporal, de algo que rompe con la rutina de la vida cotidiana: la política vista como una actividad discontinua, como un universo con sus propias reglas y que puede servir para mejorar la propia posición sin tomar en cuenta el bien común. Pero la percepción más extendida en los barrios más humildes es que, así como se percibe la permanente accesibilidad a los punteros, gran parte de la gente no cree que la ayuda que viene de los políticos aumente en períodos de elecciones: la asistencia es un asunto cotidiano y personalizado.
Pero, como la capacidad distributiva del puntero es limitada, ya que puede asistir sólo a una cantidad restringida de gente; y puesto que además esa capacidad depende de las buenas o malas relaciones que el puntero establezca con sus patrones, está claro que el clientelismo por sí sólo no puede garantizar resultados electorales. Sin embargo las relaciones clientelares son sumamente importantes para la política local, dado que los seguidores de los punteros son cruciales durante las elecciones internas no sólo en tanto votantes, sino también como militantes y fiscales, y porque mantienen la organización partidaria activa durante todo el año y no sólo en épocas electorales. Los clientes, en definitiva, son los actores centrales en la fortaleza organizativa y la penetración territorial.

El carácter cotidiano y duradero del clientelismo no hay que buscarlo en una supuesta cultura de la pobreza ni en los valores morales de los pobres. Antes que eso, la persistencia del clientelismo debe examinarse en un contexto de privaciones materiales extremas, de destituciones simbólicas generalizadas y de un funcionamiento estatal particularista y personalizado.
Fue la extensión de los derechos sociales al conjunto de la ciudadanía, derechos a los cuales se accede por el hecho de ser ciudadano y no por integrar una red partidaria, lo que en otro momento histórico hirió al clientelismo. La lucha contra el “intercambio de favores por votos” no debe ser una cruzada moral contra los clientes ni contra los punteros, sino una lucha por la construcción de un auténtico Estado de Bienestar.

Existe, por lo tanto, otra modalidad de intervención social, ya no desde la zona de exclusión, sino remontando la corriente hasta la zona de vulnerabilidad, en la zona de la precarización del trabajo y la fragilización de los pilares de la sociabilidad (el marco de vida, la vivienda, la economía, las relaciones de vecindad, las políticas de empleo).
Estas políticas ponen el acento en la formación. Se trata de mejorar las capacidades de la gente que se caracteriza por su baja cualificación y que por esto se encuentra en situación de inempleable. Este objetivo es muy limitado cuando al mismo tiempo la lista de las cualificaciones se eleva incesantemente en función de criterios incontrolados o discutibles, como cuando las empresas contratan a candidatos supercalificados o cuando la formación permanente funciona como una selección permanente que crea inempleables al mismo tiempo que mantiene a algunos en el empleo, o cuando la búsqueda de una flexibilidad extrema desestabiliza completamente la política de personal de una empresa. Si formación y empleo forman efectivamente una pareja, su articulación no puede ser eficaz poniendo únicamente el acento en la formación.


En consecuencia, el tratamiento social de la exclusión no puede ser únicamente el tratamiento de los excluidos. Dado que las dinámicas de exclusión están actuando antes de que se llegue a la exclusión, difícilmente se la podrá eliminar si se persiste en contemplarla bajo el exclusivo prisma de las preocupaciones relativas a la lucha contra las desigualdades, es decir la lucha por la justicia social, la igualdad de oportunidades, etc. El despliegue de políticas de inserción únicamente podría servir de pobre coartada al abandono de las verdaderas políticas de integración.



[1] Siguiendo a Robert Castel, uso el término de vulnerabilidad para designar un enfriamiento del vínculo social que precede a su ruptura. En lo que concierne al trabajo significa la precariedad en el empleo, y en el orden de la sociabilidad, una fragilidad de los soportes proporcionados por la familia y por el entorno familiar, en tanto y en cuanto dispensan lo que se podría designar como una protección próxima.
[2] Castel, Robert. De la exclusión como estado a la vulnerabilidad como proceso. Archipiélago/21
[3] Fuente: Diario Clarín, 16 de noviembre de 2003