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martes, 23 de junio de 2009

La cultura del aguante


Una ética, una estética, un lenguaje



Viviana Taylor




Comencemos con algunos números. En nuestra provincia de Buenos Aires, las estadísticas señalan que la mitad de las muertes jóvenes son debidas a “causas externas” (accidentes, suicidios y homicidios). Por sólo tomar un año como ejemplo, en 2003 hubo 2.608 casos, sobre un total nacional de 5.720. De estos, 8 de cada 10 fueron varones.
Viendo estos números no es difícil encontrar una relación con la afirmación de Daniel Vázquez, presidente de la Cámara de Empresarios de Discotecas de Buenos Aires[1]: “Hay más peleas entre los 16 y 17 años que entre los de 25. En las matinés hay el doble de empleados de seguridad que en los horarios de grandes.”
Una experiencia similar a la que se vive en numerosas escuelas: “Los problemas de violencia son una constante. Lo que más nos preocupa en este momento son las riñas callejeras en el conurbano. Son peleas muy fuertes entre bandas que terminan con la muerte de algún alumno. Cada 15 días muere un chico por ajusticiamiento” cuenta la licenciada Lilian Armentano, vicedirectora de una escuela primaria de la provincia de Buenos Aires[2]. Y continúa: “También están creciendo las peleas entre mujeres. En la violencia física ya no hay, como antes, diferenciación de sexo. Y las chicas cuando agreden despliegan una violencia mayor que la de los varones.”
A pesar de que han transcurrido unos años desde estos datos y estas afirmaciones, la situación no sólo no ha mejorado, sino que parecería haberse agravado.

Los adolescentes están violentos porque están angustiados. Se sienten abandonados, no tienen garantías de educación, de salud, de vivienda, ni de justicia. Y un ser humano sin proyectos y sin futuro, se vuelve primitivo.
Una forma de comenzar a entender el fenómeno podría ser partir de la definición de un concepto omnipresente en el lenguaje adolescente: el aguante.
El aguante es un término aparecido a comienzos de los 80. Etimológicamente, la explicación es simple: aguantar remite a ser soporte, a apoyar, a ser solidario. De allí que, como cuenta Alabarces[3], aparezca inicialmente en el lenguaje del mundo futbolístico, específicamente de los barras bravas, como hacer el aguante: esa expresión que denomina el apoyo que grupos periféricos o hinchadas amigas brindan en enfrentamientos pacíficos. Y así como en la cultura futbolística se fue cargando de significados muy duros, decididamente vinculados con la puesta en acción del cuerpo, pasó con esa misma significación al lenguaje adolescente: aguantar es poner el cuerpo, básicamente, en violencia física.
Según una versión más amplia en el uso del concepto, el cuerpo puede ponerse de muchas maneras. Pero lo común en todos los casos, es que el cuerpo aparece como protagonista: no se aguanta si no aparece el cuerpo soportando un daño, sean golpes, heridas, o más simplemente condiciones agresivas contra los sentidos –afonías, resfríos, insolaciones-.

De esta manera, el aguante pasa a transformarse en un lenguaje, una estética y una ética.
· Es un lenguaje que se estructura a través de una serie de metáforas.
· Es una estética porque se piensa como una forma de belleza, como una estética plebeya basada en un tipo de cuerpos radicalmente distintos a los hegemónicos y aceptados. Una estética que tiene mucho también de carnavalesco: en el ámbito futbolístico, en el despliegue de disfraces, pinturas, banderas y fuegos artificiales. Fuera de las canchas: en los tatuajes y piercings.
· Y es una ética porque el aguante es ante todo una categoría moral, una forma de entender el mundo, de dividirlo en amigos y enemigos cuya diferencia siempre se salda violentamente, pudiendo llegarse a la muerte. Una ética donde la violencia no está penada, sino recomendada.

Así, el aguante se transforma en una forma de nombrar el código de honor que organiza el colectivo. Defensa del honor que implica, como en las culturas más antiguas, el combate, el duelo, la venganza. Y puesto que el aguante no puede ser individual, sino que es colectivo, se trata de una forma de orientación hacia el otro: precisa de un otro, se exhibe frente al otro, se compite con el otro para ver quién tiene más aguante.

Una característica novedosa es que las mujeres también pueden aguantar, pero bajo la condición de que formen parte del colectivo. En consecuencia, las chicas del aguante hablan una lengua masculina, especialmente evidente cuando insultan[4]. Esto se debe a que la ética del aguante parte de un mundo organizado de manera polar: los machos y los no-machos. Los no-machos son aquellos que no son adultos (y a la adultez se ingresa por “tener aguante”) o son homosexuales. Es un orden de una homofobia absoluta, con la organización de una retórica donde la humillación del otro consiste, básicamente, en penetrarlo por vía anal. Y esto permite comprender la fuerza de unos insultos sobre otros.

La estética aguantadora es representativa de esta ética, ya que testimonia el tipo de masculinidad que se acepta como legítima, y por ello exige que los cuerpos ostenten marcas. En este sentido la memoria de las peleas es tan importante como las peleas mismas, y su relato debe sostenerse con la marca como prueba indiscutible, aquello que no puede ser refutado porque está inscripto en el propio cuerpo. Los tatuajes y piercings abonan en este mismo sentido.
El consumo de alcohol y drogas también tiene carácter expresivo. Lejos de un uso anormal e irracional, el consumo de sustancias alteradoras de conciencia –el efecto que une al alcohol y la droga- tiene una racionalidad: se defiende porque significa resistir, marcar una diferencia con el mundo careta, es decir, el mundo de la formalidad burguesa, a la que no se piensa en términos políticos ni estrictamente económicos, sino vagamente culturales.
Así como las marcas del cuerpo, el límite en el consumo también diferencia al hombre del no-hombre; a la vez que diferencia de los que no usan drogas, de los chetos o caretas. Como se sostiene que el cuerpo masculino se caracteriza por su resistencia, para ser considerados hombres deben soportar el uso y abuso de aquellas sustancias que alteran los estados de conciencia. Quienes se emborrachan bebiendo unos pocos tragos son considerados flojos y se distinguen de los hombres verdaderos, aquellos sujetos duros cuya capacidad para beber grandes cantidades de bebidas alcohólicas les permite ser considerados como hombres. Ser hombre refiere a consumir sin arruinarse. Las adicciones funcionan como signo de prestigio porque ubican al adicto en un mundo masculino.
Estas interpretaciones se conjugan con la visión del dolor: la exhibición del dolor implicaría que el cuerpo no resiste. Al probar su fortaleza y tolerancia al dolor prueban su masculinidad. Este es el punto que permite la articulación a través de la ética del aguante del mundo de los barras bravas, el rock, la cumbia villera. Una ética que diseña un orden de cosas doblemente polar: masculino, de un machismo desbordante; y popular en el sentido de anticheto. Ser villero deja de significar el estigma, la marginación, y se vuelve pura positividad. Porque ser villero, en este paradigma, es sucesivamente tener más aguante, no ser cheto, y ser más macho. O todo eso junto. Y aunque se sea mujer.


[1] Fuente: diario Clarín, 11/7/2004
[2] Fuente: diario Clarín, 11/7/2004
[3] Alabarces, Pablo. Crónicas del aguante. Ediciones Capital Intelectual. 2004
[4] No deja de resultar llamativo oirlas esgrimir las mismas ofensas que los varones, en un lenguaje claramente masculino, que hace referencia a la penetración como forma de dominación y humillación: “te rompo el culo”.