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martes, 23 de junio de 2009

Desde la pluralidad hacia el pluralismo



Viviana Taylor




La pluralidad es un hecho, que implica la existencia real de sujetos diferentes en las sociedades y en las instituciones que forman parte de ella. Pluralidad que está dada no sólo porque sea plural el número de individuos que las conforman, sino sobre todo porque son plurales sus identidades, intereses, las funciones que en ellas desempeñan, los lugares que ocupan, sus deseos y expectativas, aquello que reconocen como propio y con lo que se identifican.
Estos elementos son los que determinan la existencia de grupos, que se caracterizan por una relativa homogeneidad interna con un mayor o menor sentido de pertenencia, y una diferenciación respecto de otros grupos. Y es la resolución de la dinámica de estos dos polos, pertenencia-diferenciación, lo que juega en la posibilidad de convivencia.

No todos estos sub-grupos se posicionan de igual manera en el grupo total. Alguno de ellos -ya sea por su mayoría numérica, por el control de la fuerza, o por el acceso a los medios de producción, transmisión y comunicación- se encuentra en una posición de poder que lo convierte en el grupo dominante, aquel capaz de impregnar con su estilo, su identidad, y sus valores al gran grupo. Desde esta posición adquiere un cierto sentido lo que se entenderá como lo normal (aquello que es parte de la norma, lo que es aceptado y se identifica con “lo que corresponde”) y es desde donde se define lo que se entiende por lo diferente. Y cada uno de los otros sub-grupos se posicionará en el grupo total en relación con su mayor o menor semejanza con el sub-grupo de referencia, adquiriendo una caracterización de mayor o menor normalidad, mayor o menor diferencia.

Lo más común es que desde la posición hegemónica se observe al resto de los grupos como si su único rasgo fuese aquel que marca la diferencia. Así es como los otros pasan a ser los judíos, los homosexuales, los discapacitados, los gordos, los extranjeros, los villeros, los adolescentes... como si ese único rasgo alcanzara para definirlos en su identidad. Esta forma de definición implica una doble reducción:
· En primer lugar, se asume lo diferente como marca de identidad, exclusiva del subgrupo que la comparte y excluyente de cualquier otra.
· En segundo lugar, se entiende lo diferente como déficit.
Los otros, los diferentes, pasan entonces a tener una identidad negativa: no se les reconocen sus marcas propias como algo con valor, sino como desviaciones respecto de la normalidad, marcada por el grupo dominante. Se los caracteriza como la negación de lo que debe ser. Y, por supuesto, los diferentes siempre son los otros.

Pero además, lo diferente suele entenderse sólo como lo visiblemente diferente: la posición social, el color de la piel, los modos particulares del lenguaje... Se habla entonces de sujetos con necesidades especiales, reforzando la idea de lo diferente como marca de un déficit, y con el convencimiento de que estos sujetos están condenados a ser lo que su origen les marca. Se piensa en la diversidad como grupos culturales absolutamente aislados del resto y plenamente homogéneos en su interior.

Ahora bien, resulta que esta pluralidad es un hecho. Surge entonces la necesidad de preguntarnos cuál es la conducta a adoptar ante “los diferentes”.
Una actitud posible podría ser la de tolerar la diferencia, tolerancia que, en definitiva, no es otra cosa que in-diferencia: la negación de lo diferente. Contentos con nuestra tolerancia, no nos preocupamos por las condiciones reales en que están estas diferencias, y creyendo construir una sociedad democrática y respetuosa de todos, levantamos ghettos.
Otras veces, guiados por el ideal de una homogeneidad que no deja de ser ficticia, forzamos hasta límites insospechados la asimilación de todos los subgrupos a los modos dominantes, provocando en ellos diversas reacciones. Los que logran asimilarse, suelen hacerlo a costa de la pérdida de su identidad y sobre-adaptándose al sistema. Otros, asumiendo un elevado costo, navegan entre dos aguas, y logran escindirse entre quiénes son y cómo viven públicamente y quiénes son y cómo viven en la intimidad de su mundo privado. No son pocos los que no pueden ni una cosa ni la otra: son los excluidos del sistema, lo sean físicamente –los que viven en los márgenes de la sociedad- o simbólicamente –los que obtendrán un mínimo o ningún beneficio de ella-. Es el caso de muchos hombres y mujeres, sobre todo jóvenes, desmotivados o francamente ausentes, cuyos únicos signos son la permanente abulia o la rebeldía violenta.
La actitud opuesta sería ignorar los lazos comunes, y desencadenar prácticas discriminatorias, dando diferentes oportunidades (educativas, laborales, de salud y seguridad, entre otras menos evidentes) a cada grupo social.
Mal que nos pese admitirlo, una actitud aún muy difundida sigue siendo la de reprimir la diferencia como elemento homogeneizador.

El pluralismo se diferencia de todas estas posiciones en el hecho de que no sólo reconoce la existencia de estas diferencias, sino que además las acepta como valiosas. Significa aceptar y defender la posición de que la comunidad se enriquece con los aportes diferentes, y que lo que la define y caracteriza como una comunidad original, única e irrepetible es la pluralidad de los aportes que en ella se conjugan.
Esta postura nos plantea ciertas exigencias:
1. Valorar a cada individuo como persona, y no como una mera rueda en el engranaje social. Valorarlo en lo que es, tal como es.
2. Valorar lo que cada persona considera como propio, lo que significa valorar su identidad cultural.
3. La aceptación generalizada, por parte de todos, de que existen ciertos principios mínimos que son necesarios para permitir la coexistencia y la real pertenencia a una sociedad. Esto es, la necesidad de una normativa mínima que posibilite la convivencia. Si olvidamos esta tercera exigencia corremos el riesgo de quedar prendidos en una mística pluralista, que podría confundir pluralismo con relativismo moral.

El pluralismo es la única vía que crea una condición de posibilidad para la verdadera convivencia. Las otras actitudes son descalificatorias, exclusoras, y terminan llevando a la desafiliación social: cuando una sociedad –y sus instituciones- deja de acoger a la gente, deja de reconocerla como sujetos de derecho, se instaura la violencia. Una violencia de todos contra todos, donde no hay otro objeto a perseguir que la anulación del otro, vivido como amenaza para la propia integridad.
El pluralismo abre las puertas que permiten la afiliación social, la posibilidad de que todos los grupos que conforman esta pluralidad tengan un sentido de común-unión, de pertenencia respecto de un proyecto en común que a todos los convoca, del que todos forman parte, al que todos aportan y del que todos se benefician. Implica el reconocimiento de que no puede haber cohesión sin un ideal colectivo que mueva la colaboración de todos.

Para esto es necesario que se abran espacios de diálogo sobre lo que en realidad está en juego: los intereses y deseos que motivan a cada grupo y los valores que regulan sus conductas. Mientras no se abran estos espacios, lo otro seguirá definiéndose como lo opuesto.