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martes, 23 de junio de 2009

Juventud y desocupación


Viviana Taylor




Para la mayoría de las personas es difícil conseguir empleo. Para los jóvenes en particular se ha convertido en una tarea que desde el comienzo se siente como imposible. Pero, para entender la gravedad de las consecuencias de esta imposibilidad, es necesario que abandonemos ciertas percepciones ingenuas.
Si consideramos que el problema del desempleo es general, seguramente pensaremos que es mejor que no tenga trabajo un joven a que no lo tenga un padre de familia. Y que, de ser así, es más probable que al joven no le falte aunque más no sea un plato de comida en la mesa.
Pero no debemos olvidar que por el trabajo no sólo nos proveemos el alimento, la vestimenta y la vivienda que necesitamos, sino que también debe proveernos los medios para nuestra acción, creación y recreación, y el acceso a los bienes culturales. El trabajo posibilita el hacer proyectos y el ganar autonomía. Es un derecho porque responde a una necesidad.

Hoy resulta que son muchos los jóvenes que carecen de trabajo -y, por lo tanto, de dinero y de futuro- a la vez que no se le proponen otras verdaderas opciones legales. Bueno -pueden decir algunos- sacarlos del mercado laboral puede ser una buena oportunidad para que permanezcan en el sistema educativo y logren así mejores posibilidades futuras. Sin embargo, el grupo de los adolescentes y jóvenes en busca de empleo está formado en su gran mayoría por quienes no han podido sostener –o no pueden continuar haciéndolo- el costo económico de su escolarización. Todos sabemos que la gratuidad de la escuela es una falacia. Y así, acarrean consigo una doble desocupación: el desempleo y la desescolarización.

Más compleja resulta la situación cuando tomamos conciencia de que los valores que se les inculca oficialmente a los jóvenes son únicamente de dos tipos: los de la moral cívica, vinculada con el trabajo y que por lo tanto no pueden aplicar, y los del consumo, a los que no tienen acceso.
Este es el juego perverso al que los sometemos: el de exigirles lo mismo que no les permitimos.

Más aún: en la actualidad, un desempleado no sufre una situación transitoria, ocasional, restringida a cierto sector. El desempleo no es producto de una crisis que hay que esperar que pase, sino que es señal de la supresión a gran escala de los puestos de trabajo tal como hoy los concebimos.
El sistema de trabajo que conocemos llevó a la explotación del hombre por el hombre, a la confusión entre el valor de una persona con su utilidad, y la reducción de este concepto al de rentabilidad: valgo tanto cuanto produzco. Pero este nuevo sistema, aún montado en la idea de valor humano como rentabilidad, está llevándonos a un modelo centrado en la exclusión: si valgo tanto cuanto produzco y no produzco... lo que puede terminar arrastrándonos a formas de explotación que aún no imaginamos, fundadas en el no-valor de los “inútiles”. Son síntomas de este nuevo sistema la reducción a servidumbre de muchos trabajadores, especialmente indocumentados, como en los talleres de costura bajo el sistema de cama caliente, en los que se trabaja por un lugar para dormir y la comida; en los locales nocturnos donde jóvenes –no pocas menores de edad- son obligadas a prostituirse bajo un régimen de encierro; en los puestos de trabajo que, por escasos, se permiten especular con sueldos de hambre; en la muerte de jóvenes víctimas de la violencia que según el sector social al que pertenezcan puede desencadenar o bien protestas multitudinarias o indiferencia...

Para muchos de estos jóvenes, el mundo adulto de referencia también se halla fracturado en su autonomía y su independencia. Se trata de un mundo cada vez más extendido, en el que los jóvenes trabajadores son hijos de padres trabajadores que nunca tuvieron un empleo estable. O sea, un mundo donde se ha perdido la continuidad de la idea de que lo normal en una persona es trabajar todos los días.
Así, la negación y la exclusión se han sumado a la tradicional desconfianza que los adultos han sentido siempre frente a los jóvenes: ellos saben bien cuán peligroso es sentarse en grupo en una esquina a comer pizza y tomar cerveza, aunque sean seis los que comparten una única botella, o aún cuando hayan preferido una bebida gaseosa. Ni hablemos de ir a un recital de los Redonditos y acampar durante la noche anterior en las inmediaciones del lugar de encuentro. O, incluso, de ir a bailar al boliche de moda.


Hoy, la mayoría de los jóvenes se siente mirando a un futuro sin futuro. Y, cuando la nada es lo que sienten que tienen por delante, ningún sacrificio o esfuerzo se puede sostener.
El deseo, los proyectos, son –como siempre lo han sido- el motor que nos pone en marcha. Sin deseo ni proyecto, sólo queda lugar para la apatía, que expresan con gestos de cansancio, de desgano, de desinterés, de agobio. Y la característica más preocupante es la falta de vitalidad en la comunicación. Sólo son vitales cuando se enojan, o cuando dan lugar a la manifestación violenta de su frustración.
Incluso en esta actitud más soberbia o desafiante, o violenta, sufren de apatía[1].


[1] El 78% no quiere saber nada con la política (Demoskopia); el 56% no tiene interés por la lectura, al punto que ni siquiera hojea el diario (Catterberg y asociados); 86% de los alumnos del secundario, dejaría el colegio si pudiera, y el 68% se aburre en las aulas (UBA).