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martes, 23 de junio de 2009

Adolescencia y adicción



Viviana Taylor



La Organización Panamericana de la Salud asegura que el 34% de las mujeres y el 46,8% de los hombres argentinos fuman y el 90% de ellos se inicia entre los 10 y los 15 años. Esos números, por un lado, ubican a la Argentina como el país de América Latina con mayor porcentaje de fumadores, con un promedio de 17 cigarrillos por día; y por otro permiten entender que las mayores presiones de los avisos se dirigen a jóvenes de 10 a 18 años porque así pueden reclutar a clientes para toda la vida.
Por su parte, la Comisión de Tabaco o Salud, dependiente de la Secretaría de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y de la Facultad de Medicina de la UBA, asegura que fuman el 4,6% de los alumnos del último año de la escuela primaria, un año después el 22%, y al finalizar el secundario el 42%.
Si consideramos que a otros efectos dañinos más conocidos (como el que produce cáncer, es el principal factor de riesgo de enfermedades cardiovasculares, destruye progresivamente los pulmones, y desencadena envejecimiento prematuro de la piel, sólo por mencionar algunos) hay que agregarle que el fumador vive en promedio 10 años menos, vemos que la extensión del tabaquismo no constituye un problema menor.

Conseguir drogas en la Capital y el Conurbano también es tarea fácil. Las drogas sintéticas, como el éxtasis, han invadido las discotecas y la situación es más grave en los barrios pobres de la Capital y las villas del conurbano, donde está cada vez más difundido el consumo del residuo de las pasta base de cocaína, una droga muy barata a la que llaman paco. Es lo último que queda en el fondo del tacho, y destroza el sistema nervioso central.
Las plazas y los parques son los puntos de venta más comunes, y los horarios más habituales las 2 ó 3 de la tarde y el anochecer.
Lo que no es tan sencillo es saber cuánta droga hay en circulación, aunque los niveles de consumo podrían dar la pauta.
El último relevamiento nacional, que se hizo en el año 1999, advertía que el 2,9% de la población de entre 16 y 64 años y el 3% de los chicos de entre 12 y 15 tuvieron algún contacto con las drogas. La crisis que explotó a fines del 2001 y la extensión de la red ilegal de venta de drogas anuncian ahora el desborde de esos resultados. Según estos datos, desde los 80 hasta ahora el tráfico y consumo de cocaína se cuadruplicaron, y la extensión del consumo del paco permite inferir que la Argentina ha dejado de ser un país de tránsito, para comenzar a consolidarse como productor.
El consumo indebido de drogas trepó a niveles que ya permiten considerarlo una epidemia social, y está todavía en un pico ascendente.
Según una encuesta realizada en 2003 por la consultora D’Alessio IROL entre 443 padres y 432 jóvenes, el 66% de los chicos afirma que sus amigos tuvieron o tienen algún contacto con la droga, el 24% dice haber intentado sacar a un amigo de la adicción y sólo el 10% cree haberlo logrado.
En la hipótesis de estar en una fiesta y darse cuenta de que alguien se está drogando, el 57% no le prestaría atención porque “cada uno hace lo que quiere”. Y el 15% admitió haber sufrido presiones del entorno para drogarse

Una investigación de Clarín[1], basada en fuentes vinculadas a la atención de adictos, médicos forenses, informes privados y entrevistas a funcionarios, muestra otras elocuentes señales de alarma:
· Entre 1995 y 2003, según un estudio financiado por la OEA, se duplicó la atención de emergencias derivadas de accidentes vinculados al consumo de alcohol y drogas.
· La demanda de ayuda al Programa de Asistencia e Investigación de las Adicciones del Consejo Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia aumentó un 20% sólo en el año 2003 con respecto a 2002. Las consultas llegaron a 1700.
· En los centros y hospitales públicos de la provincia de Buenos Aires las estadísticas acompañan la observación del punto anterior: se duplicó la cantidad de personas atendidas entre el año 2002 y 2003: de 15.000 a 30.000.
· La demanda general de atención en el Cenareso, un hospital público especializado en adictos, aumentó 50% en los últimos dos años. La cifra de pacientes mujeres creció 300%.
· Desde el 2001, la Dirección de Prevención Social de las Toxicomanías de la Policía Federal tuvo un 30% más de pedidos para brindar charlas y talleres orientativos en colegios e instituciones.
· En el primer cuatrimestre de 2004, las consultas por tratamientos de recuperación en la fundación Manantiales crecieron casi 50%.
· En 1986, la organización Narcóticos Anónimos comenzó a trabajar en Capital Federal con cuatro grupos de adictos. Hoy son 108 en todo el país.
· En los últimos 10 años creció de 30 a 300 la cantidad de cadáveres en los que se encuentran sustancias tóxicas, durante las 3.000 autopsias anuales que se practican en la Morgue Judicial de la Corte Suprema.
· En el Centro Nacional de Intoxicaciones, que funciona en el Hospital Posadas, las consultas por uso indebido de drogas escalaron de 50 en 1987 a 2.600 en 2003.
· La venta de cerveza creció de los 240 millones de litros en 1980 a los 1.300 millones en 2003, un salto del 400%. Y desde entonces ha seguido aumentando. El Sedronar considera que el consumo del alcohol es la vía más habitual de ingreso a las drogas ilegales.
· Desde 1998, el consumo de drogas en escuelas del área metropolitana creció del 7% al 11%, según una encuesta del Instituto Superior de Ciencias de la Educación, respondida por 14.900 alumnos y auspiciada por el Gobierno porteño. Un sondeo oficial en el sistema educativo habla de la extensión del problema al interior del país. En Posadas, San Salvador de Jujuy o Ushuaia da lo mismo: los chicos empiezan a tomar alcohol a los 12 años, se desmadran a los 14 y tienen su primera borrachera antes de los 15. Hace 30 años eso sucedía a los 25.
· Las acciones del Estado están limitadas: el presupuesto anual del Sedronar es similar al de antes del 2001, cuando no había estallado la economía y un peso valía un dólar. Pablo Rossi, autor del libro “Las drogas y los adolescentes”, estima que esa suma “equivale a lo que los narcotraficantes producen en la Argentina en un solo día”.
· En la Provincia de Buenos Aires, hay entre 300.000 y 500.000 personas que consumen drogas ilegales, según datos oficiales.

Los especialistas subrayan que la droga se instala preferentemente en los huecos sociales. En esta Argentina en la que 1.300.000 jóvenes no estudian ni trabajan, son muchos los se inician en la droga cada vez a menor edad.
En las villas, el tráfico de drogas contribuye al rompimiento del equilibrio social, porque muchos jóvenes visualizan el negocio como la única salida para acceder a un buen nivel de vida. Son entonces reclutados fácilmente por las bandas, y muchos de ellos se transforman en trafiadictos, entrando en el negocio para poder sostener económicamente su propia adicción.
A los ya conocidos efectos sobre la salud y sus consecuencias sobre el rompimiento del equilibrio social, habría que agregar que un alto porcentaje de los menores de 20 años que cometen delitos lo hacen bajo el efecto de las drogas y eso acrecienta la violencia.
Sin embargo, no son exclusivamente las villas las zonas castigadas. Detrás de cualquier puerta, en el más caro barrio de la Capital, puede haber una cocina, o un centro de distribución y acopio de drogas. El panorama es muy variado. Los boliches también son un punto de atención.
Según la Fundación Manantiales, los adolescentes provenientes de los sectores medios prueban la droga porque está instalado que el que se droga es más piola y los chicos son vulnerables a la opinión de sus pares. Pero no todos los adolescentes que prueban una droga terminan adictos a ella. Contra lo que se piensa, los adictos no son personas carentes de afecto sino de límites: fueron demasiado consentidos. “El principal reclamo de los pibes que viene a pedir ayuda a nuestra fundación –sostienen- es ¿por qué me creíste? ¿por qué no me dijiste que no?.”

Hay otra clave para entender por qué los adolescentes son terreno fértil para cosechar drogadependientes: es la que indica que todo adicto es un adolescente mental. Como cualquier pibe, no tolera la frustración ni que le digan que no, está manejado por el principio del placer en lugar del principio de espera (quiere satisfacción inmediata antes que trabajar y esperar un beneficio mayor) y tiene un pensamiento mágico omnipotente: se siente inmortal. Por eso la cura de una adicción implica de hecho una salida de la adolescencia.

¿Hay un perfil de los chicos en riesgo?
Si bien no es posible dar un perfil exacto, los especialistas acuerdan en que están más expuestos al peligro los jóvenes con alto grado de impulsividad, baja tolerancia a las frustraciones, falta de atención, hiperactividad y vida social fuerte con su grupo de pares pero limitada con su familia y el resto del entorno.
Para que se instale el problema, tienen que confluir varios factores: un momento de vulnerabilidad, la dificultad del grupo familiar para proveer el suficiente sostén durante ese momento, la presión del grupo de pares y la oferta de sustancias.
El período más crítico va de los 13 a los 16 años, que es cuando la mayoría de los chicos se inicia en el hábito de consumir cigarrillos. Entre esas edades uno de cada tres chicos fuma, y siete de cada diez toma alcohol.
Las razones del acercamiento a la droga son múltiples: algunos se acercan por curiosidad, otros para no quedar excluidos del grupo, algunos más para buscar un paliativo que alivie esa etapa conflictiva y transformadora que es la adolescencia.
Lo cierto es que cada vez hay más jóvenes en contacto con la droga y son muchos padres que, entre el miedo, el ocultamiento y la culpa, no consiguen encontrar el camino adecuado para acercarse al problema.
Más allá de cargar contra el medio, los amigos o las malas compañías, sirve preguntarse qué encuentra un adolescente en la droga, para tratar de suplantar ese supuesto beneficio por otros recursos.
La droga aparece como una falsa dadora de identidad, de pertenencia a un grupo. Pero para que la droga se instale, a ese chico le han faltado elementos de transición positivos para poder atravesar esa crisis.

Uno de los principales problemas es que se ha ampliado el límite de tolerancia social hacia el alcohol y las drogas. Pasamos de un modelo de familia muy normativa a padres demasiado “nutritivos”. Y los chicos necesitan padres. La familia es el simulador de vuelo para la sociedad, y la vida tiene sinsabores, límites y frustraciones. Si un adolescente no los conoció en su casa, los buscará directamente en los profesores, los jefes o la policía.


Además, es necesario que comprendamos que la lógica de la droga es la lógica del ocultamiento. En muchas ocasiones la adicción se usa para tapar una zona vulnerable del individuo. Y no es efectivo caer en esa misma lógica del ocultamiento. No hay que quedarse aislados en la situación, sino apelar a la sinceridad emocional en relación al comportamiento del otro, romper el muro tras el que se parapetan los adictos a través de que perciba algo emocional en los padres o en aquellas personas de su entorno cercano.
Hablar de las drogas sirve pero no es lo único. Muchos adictos eran chicos que justamente tenían muy conversado el tema con sus padres. Es necesario hablar, además, de patrones de violencia, de sexualidad, de exclusión de los grupos: hablar en la familia sobre los conflictos sociales, y fortalecer los proyectos de vida de los adolescentes.
Tampoco hay que tener miedo a conversar sobre los casos resonantes de figuras mediáticas que padecen o padecieron trastornos adictivos. Resultaría una ingenuidad creer que buena parte de la responsabilidad en la promoción del problema de la drogadicción en los jóvenes se instala a partir de la evidencia de la debilidad de estos ídolos.
El problema no está en los jóvenes sino en los adultos que toleran y avalan conductas autodestructivas; en la idolatrización por la que sostienen al ídolo en sus transgresiones, sin importar cuáles son sus verdaderas necesidades, aún cuando lo que se requiere es un tratamiento para superar un problema. Se trata de una cultura tolerante mientras los ídolos hacen goles, salen en cámara o sostienen una parte de la identidad nacional, y que después se lamenta y pone altares cuando llegan la sobredosis o la muerte.
Hay que decir que no, tener la identidad adulta -sea paterna o docente- clara. El desafío es transformar una cultura que tolera la idealización de la transgresión y autodestrucción por otra que ponga límites efectivos.



[1] Publicada en el diario Clarín, domingo 25 de abril de 2004